Enviado a la página web de Redes Cristianas
No hace falta tener una mirada especialmente penetrante para darnos cuenta de la situación que vivimos, del panorama que nos envuelve. Incluso es posible que con tanto hablar de la crisis hayamos desgastado su contenido haciéndolo irrelevante, si no fuera por el enorme volumen de injusticia y de sufrimiento que está generando en la ciudadanía.
Lo que es cierto como una evidencia insoslayable es que hay cansancio y desesperanza en los rostros, en las conversaciones, en las expresiones públicas, en la misma fisonomía de las ciudades. Quizá las maquinitas que la gente maneja con tan agobiante profusión en todas partes sean un instrumento de alienación, de distracción de las preocupaciones cotidianas, de lavar unas caras sombrías y llenas de pesadumbre.
Podemos también calificar el momento presente de estallido social y laboral, solo con repasar algunos de los casos más notorios y recientes, que se suceden y cambian con una velocidad de vértigo y las manifestaciones callejeras consiguientes de protesta y denuncia.
Basta con asomarse a los telediarios –a pesar de sus deficiencias- para comprobar que asistimos a una cadena ininterrumpida de protestas y reclamaciones justas y sustanciales, a una hoguera de reivindicaciones, a un estallido de indignación y de rebeldía, basados todos ellos en la más legítima racionalidad colectiva y ciudadana. Pensamos por un momento que la tensión de la calle había languidecido, pero ahora vemos con alegría y esperanza que no es así. Basta tomar el pulso al dinamismo de las distintas mareas (blanca, verde, roja, rosa) para darnos cuenta de la presencia y posible influencia de los movimientos sociales y reivindicativos.
El trasfondo de todo ello es nuestra misma sociedad, de la que no resulta fácil hacer una radiografía exacta y con plenitud de matices, pero sí trazar una aproximación razonable de la misma. Una sociedad que tiene bastante de locura por sus desajustes estructurales permanentes.
Una sociedad constituida por sectores separados e irreconciliables: una élite sumida en la indiferencia y en el lujo, en el interés material como única o principal motivación de la vida; una cúpula financiera poco o nada fiable; una clase política bastante alejada de la realidad; una castigada clase media, considerada ahora el objetivo de muchos empeños solo a nivel declarativo, porque los resultados concretos no se ven; un sector de población culta e inquieta, razonablemente profesional y progresista, desesperanzada pero abierta al futuro; una masa enorme y popular, especialmente machacada por el desempleo y otras humillaciones, que no confía en nada; y los colectivos más concretos de desahuciados, personas mayores dependientes, traficantes y drogodependientes, hambrientos, mendigos, vagabundos…
Soy consciente de que faltan líneas y apartados en este esquema, pero puede servirnos de guía o iniciación. Aunque resulta imprescindible añadir una cosa: la presencia de la violencia, que todo lo impregna y le pone su sello. Nuevamente podemos acudir a los medios de comunicación –sobre todo a algunos- si queremos comprobarlo. Es difícil sustraerse a la multiforme violencia, a muchos niveles. El mundo entero es un hervidero de violencia
Hay que estar en la calle como escenario pacífico y reivindicativo, en los movimientos sociales y las redes como recursos suyos, en el apoyo a todas las causas y propuestas justas, en el pensamiento y el debate clarificadores. Podremos hacer mucho, poco o nada, pero sabiendo que entre los dos últimos términos hay una distancia infinita, y que el primero es ese afán de utopía que a todos nos concierne.