El Cardenal golpista -- Jaime Richart

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No se me exijan pruebas. Los términos de su llamamiento a Zelaya ante la prensa para que no regrese a Tegucigalpa, cons­tituyen en sí mismos confesión de parte??
?scar Rodríguez, el Cardenal de Honduras, ha pedido al presidente secuestrado y expulsado de su país, Manuel Zelaya, que no vuelva a Honduras para evitar así un derramamiento de sangre. El Cardenal ha lanzado un comunicado en el que afirma que sabe que Zelaya «ama la vida» y la «respeta», y que debe man­tenerse alejado del país para que la crisis que vive Honduras se salde al menos sin la muerte de «ni un solo hondu­reño».

La comparecencia del hombre pacífico y de buena voluntad ins­tando a no regresar a Oscar Hernández para que no haya derrama­miento de sangre es la del golpista, pues ese mismo llamamiento podría y debiera habérselo hecho a Roberto Micheletti para que se marche, puesto que el derramamiento de sangre ya se ha producido y no es hipotético. En resumidas cuentas, esta lanza rota a favor de quien está y no de quien de­biera estar, no ofrece duda sobre quién ha sido el autor intelectual o moral (como ahora llama a la figura pe­nal del ?inductor?? de un delito) de este golpe de Estado.

La Iglesia católica ha cometido en su historia incontables atrocida­des, tanto públicamente como entre bastidores, y ha estado detrás de otras muchas cometidas por otros canallas. Pero hasta ahora, en los dos últimos siglos al menos, ex­hibió cierta ver­güenza, y hasta pudo disfrutar del beneficio de la duda hasta que siéndole imposible seguir en la sombra se posicionó inequívocamente al lado del gana­dor comulgante. En el caso hondu­reño da la impresión de que el Cardenal ha impuesto al comulgante que se da golpes de pecho, y defenestrado al cris­tiano de base educado en los salesianos, de tendencia izquierdista y so­cia­lista. Cris­tiano rico versus cristiano po­bre. Como en la vida misma. Por eso parece claro, pese a la falta de pruebas, que los autores no han sido propiamente los mi­litares; que los militares se han limitado a cumplir ór­denes, las suyas, las del Oscar Hernández, y posible­mente las vati­canas.

La Iglesia está en plena decadencia, y sus obispos y cardenales no son más que clérigos como los que ri­gen institucionalmente en paí­ses de ma­yoría musulmana. Con la diferencia de que en los países cristianos, aunque del cristianismo no quede más que unas pocas huellas, rigen fingiendo no regir o sublevan desde la sombra. Cada día los clérigos de postín son en Occidente más políticos y más mer­ce­narios de la causa de la involución y del dere­chismo extremo. Sus apara­tosos ro­pajes de chamán saduceo ya no engañan al mundo salvo el mundo que se deja engañar o desea ser engañado, pues cada vez se aparecen más como activistas hipó­critas y no como di­plomáticos moderadores de las tensiones políticas: ellos las provo­can.

No nos vamos a cansar derrochando invectivas contra la jerar­quía católica en la que ya se atisban estertores. La Iglesia católica, en su pecado intermitente de perversas incursiones en las cosas de Cé­sar contraviniendo la enseñanza de su Maestro, está la peni­tencia de su paulatino cre­púsculo; más bien ocaso. Benedicto, y sus carde­nales y obispos están haciendo lo imposible (?trabajando duro?? diría un an­gloparlante), para desmontar la milenaria Iglesia levantada so­bre la pie­dra de Pedro. Que Dios les ampare. A ver si con la asistencia del Altísimo, el mundo se libra de todos ellos para que la humanidad pueda librarse de los andrajos morales y terribles doble­ces de tan nociva Institución. Al menos en los países hispanohablantes, su es­pectro sigue apareciendo mezclado con todas las iniquidades.