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El capitalismo es pecado -- J. A. Gonález Casanova

Publicado en

El CIervo

Catedrático de Derecho Constitucional
Cuando la Iglesia y sus teólogos escolásticos dejaron de condenar el pecado de usura, ligado al de codicia, y el protestante Calvino proclamó que el enriquecimiento particular era una ofrenda agradable a Dios, nació el capitalismo. Se basó en la compra del trabajo humano con salarios de mera subsistencia para no dejar de trabajar y de reproducir la prole, futura fuerza de trabajo.

Con el beneficio del capital así acumulado se le “prestaba” al empobrecido trabajador una pequeña parte de lo que en justicia habría ganado con su esfuerzo. Pero debía retornarla y pagar además un interés por el riesgo que corría el prestamista, pese a estar ya asegurado con los escasos bienes del deudor o con avales de terceros.

Por si fuera poco, se pagaba un segundo interés para compensar el lucro perdido, pues el préstamo efectuado impedía hacérselo a un hipotético deudor futuro. El “beneficiado” por el crédito tenía que devolverlo con creces y pagar dos veces: por él y por un deudor inexistente. En esa desfachatez se sigue basando el capitalismo desde el siglo xiii.

El falso principio de la libertad de empresa y de mercado frente al intervencionismo estatal no se aplicó casi nunca. La codiciosa rapacidad acumulativa, basada en el acicate del lucro y sometida a la rivalidad entre los rapaces, formó monopolios y oligopolios de los más fuertes en la competición y se expolió la libertad mercantil tan proclamada. Pero su inmenso poder fue un bumerán. Para mayor lucro, el capitalismo productor rebajaba salarios y aumentaba precios. El trabajador no podía comprar el producto que él había creado y el capital tenía que destruir la sobreproducción invendible, tan necesaria para paliar la miseria de los países empobrecidos por el expolio colonial de materias primas y el comercio de esclavos.

La solución fue trasladar la producción a estos países, con salarios aún más bajos y el deterioro ecológico y sanitario consiguiente. En los países ricos la solución fue fomentar el consumismo. La publicidad y el crédito usurario provocaron un endeudamiento masivo. Inducido el consumo al máximo, nunca era suficiente el salario y la gente hipotecaba hasta su vida. El nuevo efecto bumerán fue el impago de los préstamos bancarios y la bancarrota del casino de juegos financieros. Su posible quiebra quebraría el mundo entero.

Para salvarlo, los neoliberales, culpables de su crisis, exigen ahora el apoyo del tan criticado Estado y le recuerdan, como amenaza, que Sansón derribó las columnas del templo pero murió bajo sus ruinas. El capital quiere del Estado que defienda su interés, no el control democrático de sus salvajadas. De nuevo la desfachatez de origen. ¿Quién salvará a los expoliadores? Los mismos expoliados. Lo harán las clases medias con su aportación fiscal y su obligada reducción de unos servicios públicos que les permitía sobrevivir con cierta dignidad.

El capitalismo es, con toda evidencia, un latrocinio estructural, permanente y globalizado, disfrazado de legalidad, progreso y cumplimiento fiel de unas leyes económicas eternas e inmutables. El judío Walter Benjamin lo definió como el mal absoluto de la modernidad, el anticristo que trocó el templo por el becerro de oro, la idolatría pagana que substituyó al cristianismo.

Corrompe cuanto toca, pues en su sistema no hay más ética que el lucro particular y casi todos estamos contaminados por ese afán de provecho. Somos nosotros el paradójico apoyo que el capitalismo necesita para seguir robando a la humanidad. Si el capital era una “ofrenda” a Dios, según Calvino, para un cristiano coherente e indignado, es más bien una “ofensa” y el más capital de los siete pecados capitales, pues la codicia constituye la causa última de los seis restantes.

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