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Nelson Mandela, el artífice de la reconciliación racial en Sudáfrica, y el que un día fuera calificado de terrorista por muchos de los que hoy lo ensalzan con fervor, ya descansa en paz. Para la gente de bien, la muerte de Mándela es la muerte de un símbolo de la libertad, de un símbolo de la lucha contra el apartheid dentro y fuera de su país.
El apartheid, que significa separación y que fue un sistema de segregación racial en Sudáfrica, y que hoy nos puede parecer cosa de otro tiempo, aunque bajo formas más solapadas, aun está de actualidad. Si convenimos que segregar es separar y marginar a las personas por motivos étnicos, económicos, sociales, políticos y culturales, juzguen ustedes mismos si hay o no apartheid todavía por doquier. El apartheid lo siguen practicando los poderes económicos y políticos cuando propician la pobreza y la desigualdad, pero, a veces, también pervive en nuestras actitudes hacia nuestros semejantes.
En este tiempo estulto, banal, miope y egoísta en el que el mundo anda falto de referentes; en este tiempo escaso de líderes ejemplares y carismáticos, la ausencia de Mandela nos produce mucha tristeza y orfandad. Pero, como dijo Thomas Campbell, “Vivir en los corazones de los que dejamos atrás no es morir”. Y, desde luego, el legado de justicia y libertad que nos deja no morirá. No debiera morir mientras siga existiendo en el mundo cualquier tipo de apartheid; cualquier tipo de discriminación o injusticia.
Valladolid