Benedicto XVI es muy dueño y señor de recuperar las lenguas muertas para su culto, de entenderse mejor en latín que en inglés y de instalarse en el tiempo que le venga en gana, ya sea en el pasado más pasado o en el futuro más celestial.
Que sea un esteta y quiera darse gusto con la música del latín no es lo que le otorga una aureola mayor de antiguo a un exquisito como él que toca el piano y calza zapatos de Prada. Y si recupera el latín para sus misas porque quiere congraciarse con los discípulos del ultramontano Lefevre, haciendo gala de una reconciliación que no ejerce con los teólogos de la liberación, eso debería traer sin cuidado a los que no se ponen bajo su tutela.
Para que luego digan los sacerdotes de la madrileña iglesia de San Carlos Borromeo que porque no les deja Rouco cambiar las hostias por pan del horno de enfrente su arzobispo es un reaccionario que no aspira a la participación de los fieles en tú a tú con Dios mismo. De tanto tú a tú han terminado degenerando las cosas en un trato confianzudo con Dios que Ratzinger ha terminado considerando una ordinariez.
Por eso vuelve al latín, al misterio, a la misa con el oficiante de espaldas al pueblo, a huir de la masa. Es posible que haya insensatos que vean en la decisión papal un error de gestión, como si su organización fuera una organización terrenal dedicada a aumentar el número de clientes, y no un cenáculo de iluminados dedicado a fascinar con la magia de la palabra incomprensible que define el misterio. Pero tiene el mismo derecho el Papa a volver a la lengua en la que se pedía aquí en la misa por nuestro jefe de Estado, Francisco Franco, que su hijo muy amado, Antonio Cañizares, a incorporar a la liturgia una oración que pide, como antaño, por la unidad de España, y que ahora podrá formular además en latín.
Pero no sé si ganarían sus fieles en el caso de que las homilías de Rouco, Cañizares o García
Gasco fueran también escritas y pronunciadas en la lengua de Virgilio, aunque me inclino a pensar que sí. En latín es posible que parezcan otra cosa. Quizá hasta una llamada a la insumisión civil en latín parezca más divina, y no digo ya las condenas a la ciencia médica o el eslogan de una manifestación con obispos dentro. Eso sí, descartando que entre los olvidos culturales de ciertos prelados no se encuentre una dificultad para el latín más allá de las fórmulas rituales.
Porque quizá lo que el Papa no haya dejado de tener en cuenta es que a su Iglesia,
en la medida en que ha ido abandonando el latín, la ha abandonado con él la sensibilidad cultural y todo es más pedestre.