La figura de Jesús de Nazaret, aún en la distancia, hace pensar en un hombre que se movía en la historia ordinaria y cotidiana de su pueblo. En ella hablaría a unos y a otros, y en ella actuaría. Su mensaje también estaba inseparablemente ligado a dicha historia, a la de unos y a la de otros. Parece que en la historia ocurría, para él, lo bueno y lo malo. Con esto quiero decir que Jesús no hacía sus planteamientos en el plano propio de las elucubraciones, en la presentación metafísica o metahistórica de las cosas.
Por esto se puede entender que Jesús no proponía lo que hubiera sido una ?dogmática??, sino más bien unas formas de vida apoyadas en ideas elementales y al alcance de todos. Jesús propuso algo de dogmática, si acaso, para desautorizar la que acompañaba ciertos ritos o costumbres judías.
Ahora bien, es evidente que las formas del mensaje de Jesús fueron cambiando, y que el cambio encontró un punto de partida sólido y definitivo, sobre todo, en el conocido pacto con Constantino de principios del s. IV. Aquel pacto significó para la Iglesia oficial una especie de plataforma donde asentarse y una nueva situación, por tanto, ante el mundo. Al menos desde aquel momento, la historia ordinaria ?esa historia en la que los hombres se hacen o se deshacen- hubo de quedarse lejos, sencillamente, de la atención digamos oficial de la Iglesia.
Pues no hubiera sido posible estar con el Emperador y cuestionar, a la vez, los mecanismos íntimos de la vida del Imperio. Quizás habría que afrontar las eventuales emergencias de toda historia; pero no, el conocido correr de las cosas ya bien acordado con la autoridad pública. Lo que importa notar es que, de este modo, el campo de la fe y el de la vida cristiana conocieron unos límites nuevos: debían moverse respetando el orden establecido. Curiosamente ese orden llegó a verse como algo casi sagrado.
En el hombre siempre será cosa natural tratar de comprender, hasta donde pueda, tanto las razones como las formas últimas de sus actitudes o de su fe. Pero parece evidente que el mencionado alejamiento de la historia conllevó en la Iglesia una nueva y más resuelta concentración en las concepciones teológicas.
Probablemente se creyó necesario, en el favorable campo que ahora se inauguraba, levantar y hacer bien visible un edificio conceptual propio. En aquel tiempo dieron comienzo, precisamente, los grandes concilios. Y es en este punto donde hay que subrayar, respecto a la mencionada labor teológica, dos conocidas características. Una es la uniformidad que se persigue y que tiende a superar las meras ?corrientes de pensamiento??.
Forzosamente tal actitud dará lugar a un resultado monolítico, que al parecer merecía el aprecio de la Iglesia, que así iba configurando una especie de identidad suprahistórica, y del Estado, que vería en ello una garantía para su misma unidad política. La otra característica viene a completar esta primera, y reside en que aquel sistema fijo identificador pasara a convertirse substancialmente (el cristianismo fue muy pronto la religión oficial del Estado), en dogma para los creyentes.
Pasaré por alto cuanto hoy pudiera decirse sobre la exclusión, por la Iglesia, de otras corrientes de pensamiento acerca de sí misma y de su mensaje, así como sobre el sistema monolítico y dogmático en que desembocó y se ha presentado la teología, con sus posibles valores o aciertos.
Deseo fijarme en un solo punto: en el papel más inmediato que estas opciones han jugado y juegan ante todos los hombres. Fundamentalmente quiero anotar el hecho de que tal construcción ha sido por muchos siglos la fachada y la puerta más visibles de la Iglesia ante el mundo, en lugar de serlo su presencia y su actuación directas en el seno insubstituible de la historia humana.
Creo importante anotar que la Iglesia, en lugar de proponerse y proponer como objetivo primario la historia viva en que Jesús había intentado vivir e introducir su ?reino de Dios??, básicamente se asentó sobre un conjunto de propuestas teológicas que sobrenadaban dicha historia y desde donde era posible, por otra parte, seleccionar unos campos de trabajo.
O dicho de otro modo: la Iglesia no invita a unirse a ella en la historia y en el intento de vivir y trabajar directamente por lo más serio o sagrado de los hombres, sino a aceptar el planteamiento que presuntamente la convierte en ?verdadera??.
Lo definitivo de la cuestión, como es natural, es la estimación que cabe hacer de cada uno de esos dos rostros de la Iglesia, uno y otro con historias tan diferentes. Al menos si lo miramos con ojos de nuestro tiempo, parece que la fatigada historia que conocemos sólo puede modificarse, digamos mejorar, mediante injertos en su propia carne. Y éste es también el lugar donde todo hombre. en principio, sabe que ha de proyectar su vida.
Los meros planteamientos formales, cada vez más numerosos y apretados, siempre quedan lejos y corren serio peligro de quedarse en impotentes o embarazosos decorados. Sobre la propuesta formal y dogmática que substancialmente viene haciendo la Iglesia, uno piensa, probablemente muchos pensamos, que ni de verdad representa al hombre ni, menos aún, puede representar a Dios.
Sebastià Mesquida
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