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De la Glásnost a la Perestroika en la Iglesia -- Marco Antonio Velásquez Uribe

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Reflexión y Liberación

Mientras se ciernen críticas soterradas y amenazas cismáticas, el programa de reformas del Papa Francisco va adquiriendo consistencia y respaldo…(Marco Antonio Velásquez).
Cuando en enero de 1987 Mijaíl Gorvachov anunció al Comité Central su intensión de impulsar un proceso de desburocratización de la economía y la sociedad, tenía en mente la democratización del Estado soviético. Bastaron cuatro años para producir efectos visibles que se tradujeron, en diciembre de 1991, en la disolución oficial de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y en la creación de la Federación Rusa. El proceso no estuvo exento de conflictos y rupturas, incluyendo un intento de golpe que aceleró el proceso transformador.

En un Estado altamente centralizado, los cambios en las estructuras políticas -la perestroika- no habrían sido posibles sin la participación del pueblo. Las rigideces estructurales del aparato de poder debían ser movilizadas estratégicamente con la colaboración ciudadana. La genialidad política de Gorvachov fue la glásnost, un recurso instrumental decisivo, consistente en transparentar la corrupción interna de las estructuras. Sólo cuando los ciudadanos tomaron conciencia de las profundas debilidades del sistema, las estructuras comenzaron a ceder implacablemente a las transformaciones que eran necesarias.

La caída del imperio soviético fue mérito del liderazgo político de Gorvachov, a quien la historia ha señalado como uno de los grandes líderes contemporáneos y cuyo genio político fue reconocido con el Premio Nobel de la Paz en 1990. La transparencia consiguió desestructurar los enclaves de poder anquilosados.

En la Iglesia hay conciencia de la necesidad de reformas profundas, tanto que el Concilio Vaticano II es la mejor evidencia de tal convicción. Pese a ello, cuatro papas no consiguieron conducir a la Iglesia tras aquel anhelado aggionamento, en cuyos pontificados se agudizaron las distancias y desconfianzas recíprocas entre la Iglesia y el mundo; hasta que la renuncia humilde del último de ellos encendió las alarmas acerca del nivel de corrupción interna que comprometía a las estructuras del poder eclesial. Así, el papa Francisco fue elegido y mandatado en el Cónclave para impulsar un programa de reformas que la Iglesia espera y necesita.

Cuando transcurren diez meses del inicio de su pontificado, el papa Francisco se ha movido en tres ejes fundamentales: la revolución de la ternura y la misericordia; la denuncia de los poderes fácticos que imperan al interior de la Iglesia y la opción preferencial por los pobres. Su estilo ha sido el de una suerte de glásnost eclesial, donde cada uno de sus gestos y palabras van dejando al descubierto los contrastes de la tentación del poder con el verdadero espíritu de servicio que debe caracterizar a la Iglesia; la dureza del corazón amparado en legalismos con los dictados de esa ley superior de la caridad y la misericordia; así como la “globalización de la indiferencia” frente a la “globalización de la solidaridad”.

Queda entonces descubierta la corrupción del Evangelio perpetrada por los maestros de la Ley. Y lo que antes se delataba en secretos documentos curiales, llega ahora directo a la conciencia del Pueblo de Dios y de todos los Pueblos. Surge entonces espontáneo y reverente el tributo a la transparencia y a la verdad, multiplicando adhesión y admiración universal al papa.

Mientras se ciernen críticas soterradas y amenazas cismáticas, el programa de reformas del papa Francisco va adquiriendo consistencia y respaldo, al extremo que mucho de los pasos avanzados son irreversibles.

La política de transparencia y verdad impulsada por el papa Francisco tiene el efecto de favorecer un cambio cultural insospechado en la vida de la Iglesia, algo que también llegará progresivamente a las Iglesias locales. Una arista de esta transformación cultural es el empoderamiento del laicado, una cuestión que, lejos de ser una concesión, es una virtud aun tímidamente aquilatada por los fieles. Cambios de mayor profundidad son los relativos al imperio de la conciencia en la conducta humana, de modo que muchas cuestiones que hasta hace poco han sido asuntos normativos intransables, comienzan a ser transferidos al campo de la conciencia personal, de donde nunca debieron haber salido.

Consecuentemente ha de surgir un renovado espíritu eclesial que paulatinamente comienza a comprender su misión y destino en la perspectiva del Reino, en cuyo proceso se revaloriza el anhelo profundo de volver a ser Pueblo de Dios, restaurando así una larga historia de miedos y desconfianzas, que fueron proscribiendo teológicamente esta vocación natural de ser un Pueblo Escogido de entre varios Pueblos, para emprender una misión transformadora de la realidad. (En la Introducción de «Pueblo de Dios» José Comblin señala que “Las crí́ticas al Vaticano II llevaron finalmente al Sínodo de 1985 a simplemente eliminar el concepto de «Pueblo de Dios», sustituyéndolo por el concepto de comunión”).

Sólo sobre la base de la realidad operativa de ser Pueblo de Dios, la transformación de las estructuras eclesiales y curiales pueden llegar a tener la consistencia necesaria para llegar a constituir fundamentos sólidos y perdurables, porque requieren responder esencialmente a las necesidades de este Pueblo. En consecuencia, cualquier cambio –por más produndo que sea- si no responde a los anhelos hondos del Pueblo de Dios terminará siendo inerte y, en consecuencia, fuente de corrupción.

Luego, los esfuerzos del papa Francisco por empoderar al Pueblo de Dios apuntan a una cuestión de fondo, porque en ello hunde los fundamentos de la restauración de la Iglesia en que está empeñado. En resumen, esta refundación de la noción de Pueblo de Dios es la gran perestroika del papa Francisco; tarea en la que encontrará todas las dificultades curiales imaginables, pero a su vez todo el respaldo y apoyo del Pueblo de Dios.

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