Jueves Santo: «La eucaristía como programa de entrega»
Podemos prepararnos reviviendo las duras experiencias que podemos haber tenido si hemos pasado días o semanas, esperando una noticia que temíamos que fuera negativa: el diagnóstico de alguna enfermedad, las noticias sobre algún ser querido desaparecido o el fallo de algún juicio, etc.
Jesús vive una experiencia semejante en los últimos días de su vida: tanto que se ha decidido a subir a Jerusalén para ver si las cosas se aclaran. Y, a pesar del aparente éxito inicial, han bastado cuatro días para que se viera que las cosas pueden acabar mal.
Pues bien, en ese contexto decide Jesús celebrar una cena con los suyos. Una cena es siempre una celebración festiva: la esperanza de Jesús sigue tan intacta que puede celebrar cualquier desenlace que venga. Porque el contenido de esa esperanza es la fe en el amor. Decimos que el jueves santo es el día del amor fraterno, pero no percibimos que precisamente por eso, es también el día de la esperanza inamovible.
Y ¿dónde se visibiliza ese amor? En el gesto que hace Jesús en aquella cena. Toma el pan, símbolo ancestral de la necesidad humana, lo parte y lo reparte. Luego toma la copa, símbolo ancestral de la alegría humana, y la pasa. En la necesidad compartida y en la alegría comunicada se resume toda la vida anterior de Jesús y toda la tarea ulterior de sus seguidores y de quienes quieran anunciarlo. Ese gesto es su memorial y debe ser repetido como actualización de su recuerdo: ahí estará Él siempre con nosotros, en esa cena transida por la necesidad que se comparte y la alegría que se comunica. Y la repetición o actualización de aquella cena que nosotros llamamos eucaristía (acción de gracias) debe conducirnos a “eucaristizar” todas nuestras vidas: convertirlas en signos de la gratuidad que comparte la necesidad y comunica la alegría.
La eucaristía no es pues (¡no puede ser!) un mero acto de culto que ofrecemos a Dios para tenerlo contento y que nos deje ir “a lo nuestro”: es el compromiso contraído de convertir nuestras vidas en gestos de necesidad compartida y de alegría comunicada: lo contrario, como avisó san Pablo, «ya no es celebrar la Cena del Señor» (1Cor 11). Por eso el Vaticano II reclamó mucha más participación del pueblo en la celebración eucarística. Y en esto (como en otras muchas cosas) no le hemos obedecido, como si pretendiéramos salvaguardar la superioridad de una casta sacerdotal, única que tiene acceso a tan sagrados misterios. A veces esa participación es más difícil por la masificación de muchas de nuestras misas. Pero al menos no deberíamos olvidar que cuando vamos a misa vamos a reunirnos «en torno a la mesa de Señor». Muchos católicos dan la sensación de acudir a Misa como quien va a un Banco o a un cajero automático: primero han de hacer un rato de cola o de espera y luego, cuando les toca a ellos, sacan el capital de gracia que querían y se vuelven a casa. No comprenden que es una falta de respeto el que, cuando Dios me invita a sentarte con Él en torno a la mesa, me quede yo lejos esperando sólo el momento de de coger mi propio bocado y marcharme…
Desde aquí podemos pasar un momento a Getsemaní y ver cómo aquella esperanza que parecía tan fuerte, se quiebra ahora: Jesús pasa un rato de hundimiento y pide que le libren a de aquel trago. No obstante, no se engaña buscando razones para huir; simplemente reconoce su debilidad ante Dios, y así sale de aquel bache tan hondo: no de golpe (como Pablo en su conversión) sino poco a poco y casi sin darse cuenta.
Este es un breve resumen de las meditaciones del «Retiro en la ciudad» programado los días 5, 6 y 7de abril de 2012 en la Iglesia del Sagrat Cor – Jesuïtes de Barcelona, podéis encontrar toda lainformación aquí