La «consolidación» política cristiana musulmana es el ejercicio que está practicando Hezbollah para derrotar en la calle al gobierno prooccidental del primer ministro en Líbano, Fouad Siniora. Cuando más cristianos se sumen junto a los musulmanes shiítas, más posibilidades tienen de mostrar que en sus intenciones los apoya la mayoría de la población libanesa para conseguir su «gobierno de unión nacional». Hasta ahora, no ceden ni unos ni otros.
En el «sitio» al gobierno en la simbólica Plaza de los Mártires de Beirut, una extraña conjunción en su tercer día de «resistencia»: los cristianos concelebraban el domingo una misa, en la reconstruida catedral de piedra de St Georges, y los shiítas oran hacia la Meca al mismo tiempo. Un raro ?pero no inocente? ejercicio de cohabitación religiosa libanesa, en la calle de la iglesia.
A 100 metros, las tanquetas del Ejército libanés y sus fuerzas especiales protegían el Gran Sarail, el palacio del primer ministro. Todo el gobierno se ha refugiado allí solidariamente para aguantar ?sin renunciar? los que unos y otros llaman el sitio «ilimitado», que lleva 72 horas.
Nada era casual. La Plaza de los Mártires ocupada es el monumento de la resurrección libanesa después de la guerra civil, la herencia del asesinado premier Rafik Hariri. La «vaca sagrada» de los sunnitas inversores de la familia real saudita y su lujoso dispendio en Líbano. Esas centenares de carpas blancas, donde los opositores al gobierno duermen, los baños provisorios, la basura, el caótico escenario frente a esos edificios donde un departamento puede costar 1 millón de dólares, son una provocación shiíta a Arabia Saudita y sus aliados.
En el tercer día de campamento para tumbar el gobierno, más de 100.000 personas desafiaban a Siniora, sin percibir la gravedad institucional, los peligros que acechan a su sociedad, la parálisis de la economía exhausta.
Nadie sabía que en un barrio cercano ya había un muerto ayer ?Ali Ahmad Mahmoud, shiíta de 20 años? y cuatro heridos por enfrentamientos entre opositores y progubernamentales, hasta que la Policía restauro la calma.
Con rezos de varias confesiones en el medio, todos los manifestantes exigían lo mismo: «que se vaya el gobierno ‘americano’ de Siniora». Sólo los milicianos de Hezbollah no abrían la boca, frente a un perímetro con ingreso prohibido, donde resguardaban sus carpas negras cerradas.
Los cantos gregorianos del coro del St George se mezclaban con los versículos del Corán que salían de la mezquita. En la catedral maronita dominaba el naranja, el color distintivo de los militantes cristianos del general Michael Aoun, el aliado de Hezbollah, que busca ser el nuevo presidente libanés si el gobierno cae o el actual mandatario, Emile Lahoud, renuncia. «Yo he llegado del norte del país a rezar y a decirle a los cristianos como yo que debemos estar juntos, que el país es uno solo», implora Amal Tanus, una maestra «aounista».
Los cinco sacerdotes celebrantes no daban abasto para dar la comunión. Todos los fieles querían explicar que no estaban en la resistencia como «golpistas». Con sus altas botas, jeans, labios de botox, Amanda se defendía: «Estoy aquí para demostrar que no todos los cristianos están en el gobierno. Ellos usurparon nuestra representatividad. Aquí afuera está el verdadero pueblo libanés. Se tienen que ir».
Las campanas de la Catedral repiqueteaban cuando los musulmanes iniciaron la oración. A su manera, el padre Richard Abisala se sentía un mediador dominical: había celebrado el servicio religioso en el Gran Sarail para el gobierno sitiado y dio el sermón a los miles de cristianos maronitas, que desbordaron la iglesia.