El asunto no es nuevo, sin entrar en detalles, relatamos que a unas semanas de la muerte de Juan Pablo II, en abril de 2005, la jerarquía católica de Polonia se quejó de una campaña de calumnias y descrédito contra del clero polaco, acusado de haber colaborado con los servicios de seguridad del régimen comunista.
El primer sacerdote que fue objeto de tales acusaciones fue el padre Konrad Hejmo, persona conocidísima en Polonia y en el Vaticano porque durante 20 años dirigió el centro para los peregrinos polacos en Roma; se trata de documentos encontrados en el archivo del Instituto de la Memoria Nacional. Aquí hay un punto de quiebre, pues los obispos habían optado por proteger al clero, resistir las presiones mediáticas y políticas, y así salvaguardar la institución, argumentando un acuerdo con la Santa Sede.
En efecto, en su última visita a Polonia, en mayo de 2006, en la catedral de San Juan, recordamos un mensaje dirigido al clero y en clara alusión a esta crisis, el Papa sentenció: «Sin embargo, conviene huir de la pretensión de erigirse con arrogancia en juez de las generaciones precedentes, que vivieron en otros tiempos y en otras circunstancias. Hace falta sinceridad humilde para reconocer los pecados del pasado y, sin embargo, no aceptar fáciles acusaciones sin pruebas reales o ignorando las diferentes maneras de pensar de entonces. Además, la confessio peccati, para usar una expresión de San Agustín, siempre debe ir acompañada por la confessio laudis, por la confesión de la alabanza. Al pedir perdón por el mal cometido en el pasado, debemos recordar también el bien realizado con la ayuda de la gracia divina que, aun llevada en recipientes de barro, ha dado frutos a menudo excelentes».
Con justificada razón el Papa debe estar preocupado, primero porque no enfrentó en tiempo y a fondo las repercusiones de las denuncias; éstas fueron creciendo y, segundo, nombró a un efímero arzobispo sin la necesaria auscultación que estos casos requiere. La presión de dimisión ejercida a Wielgus, según el canon 401 del propio Papa, muestra la intención del Vaticano de acabar con la protección de los sacerdotes que sirvieron a las presiones e intereses de los servicios secretos.
Polonia ha sido la perla cristiana del catolicismo en la Europa central, es «distinta» del resto de Europa; un país en el que todavía el catolicismo, la fe, son riqueza popular. A pesar de la creciente secularización, históricamente este catolicismo popular ha sido parte de la identidad nacional de un pueblo constantemente amenazado por una larga historia de confrontaciones. El príncipe Mieszko I, considerado el fundador del Estado polaco, se convirtió al catolicismo aproximadamente en el año 966. Mil años después, la Iglesia polaca celebra tal aniversario que coincide con el Concilio Vaticano II, pese a las reticencias del gobierno socialista, los católicos exaltan cómo el Estado y la Iglesia polacos nacen al mismo tiempo. En el siglo XX, Polonia resiste el embate del nazismo con la «limpieza» étnica y la barbarie hitleriana que quita la vida a más de 6 millones de personas, en gran parte judíos; la Iglesia católica acompaña la resistencia civil con altos costos estructurales y humanos, pues cerca de 2 mil 500 sacerdotes fueron asesinados por los nazis, hecho que contrasta con el incremento de la autoridad moral y liderazgo de la Iglesia que llegó a identificar como sinónimos el ser «católico» y ser «polaco».
Bajo el régimen comunista, la Iglesia fue un espacio de agregación y organización social alternativos. Frente al enemigo externo, la organización eclesiástica, cuya dirección era altamente jerarquizada y centralizada; aquí crece la mítica presencia del cardenal Stefan Wyszynski; el catolicismo polaco se caracterizaba por su gran cohesión interna, disciplina y ciertamente falta de pluralidad. Hay que decir que a pesar de las persecuciones, que se prolongaron durante largos años, las autoridades comunistas no lograron ni destruir la Iglesia católica ni romper sus lazos con el pueblo, por el contrario, con la entronización del cardenal Karol Wojtyla como papa, se abre un largo periodo de intensas luchas sociales que precipitan el derrumbe de un ciclo de nuestra historia contemporánea.