El documento aprobado por el Papa sobre la misa en latín no comporta la recuperación de una vieja liturgia ni el retroceso a viejas épocas. No significa una recuperación, como recordaban ayer desde Roma, porque el concilio Vaticano II no la había eliminado. Simplemente proponía nuevas fórmulas actualizadas al sentir de los creyentes, que querían una Iglesia más cercana.
Tampoco un retroceso a viejas épocas, puesto que lo que se establece es que la vieja liturgia será sólo aplicada a petición expresa de los feligreses. Es de lógica que la gran mayoría de los creyentes no van a cambiar y seguirán prefiriendo la misa al uso, que ya cuenta con más de cuarenta años de tradición.
Tampoco el nuevo documento del Papa significa simplemente que la misa puede celebrarse en latín. Resultaría absurdo, puesto que en el propio Vaticano la misa se ha seguido celebrando en latín durante todos estos años. Lo que permite el decreto del Papa es facilitar el uso del rito tridentino, que es una versión que difiere sustancialmente de la misa de hoy en día, y no solamente por una cuestión del idioma empleado.
Se la conoce también como la misa de san Pío V, frente a la actual conocida como la de Pablo VI, el pontífice que cerró el concilio Vaticano II y que puso en marcha la nueva liturgia. El misal, es decir, el libro litúrgico, que propuso san Pío V, fue promulgado en 1570, tras el concilio de Trento. Dicho concilio marcó el inicio de la Contrarreforma, tras la crisis desatada por Lutero y el cisma protestante.
El misal sufrió durante siglos numerosos cambios, hasta la última versión de 1962, bajo el papado de Juan XXIII. Es por ello que Benedicto XVI prefiere referirse a él como el misal «de Juan XXIII». Ese misal incluye una plegaria para la conversión de los judíos que se reza en Viernes Santo, y que agriaba las relaciones con esta comunidad. El misal de Pablo VI sustituyó esta práctica por otra que evoca a los judíos como el primer pueblo que «recibió la palabra de Dios», sin pedir su conversión.
Este misal de Pablo VI fue promulgado en 1970 tras el concilio Vaticano II. Entre los cambios que acordó figuraba más protagonismo a los fieles. En medios eclesiásticos se dice ahora que los fieles «participan» en la misa, mientras que en el pasado «asistían». Con el antiguo misal, además, el cura celebraba el acto religioso de espaldas a sus fieles, y de cara al altar. Con el nuevo, el sacerdote oficia la misa frente a los asistentes.
En la misa antigua los fieles no tocaban la hostia, sino que el cura la depositaba directamente en la boca. Varios obispos recomendaron que resultaría más higiénico permitir a cada feligrés recoger la sagrada forma con las manos, de manera que él mismo pudiera ponérsela en la boca. Hoy es una práctica plenamente extendida, aunque ha sido la que ha requerido más tiempo para aplicarse.
Los tradicionalistas critican que al insistir en esa «dimensión comunitaria» de la asamblea, se pierde el sentido místico del acto, la conmemoración del sacrificio de Cristo en la cruz y su «presencia real» en la eucaristía, Al término de la misa moderna, los fieles intercambian un saludo en signo de paz, otra innovación que los conservadores rechazan por la misma razón.
Lo que para algunos fue mero tema de debate ideológico para otros necesitó de tiempo y la fuerza de la costumbre adquirida a lo largo de la siguiente década. La principal oposición y rechazo frontal en el seno de la Iglesia llegó del arzobispo suizo Marcel Lefebvre, quien ya en 1969 fundó una sociedad, denominada San Pío X, a la vista del rumbo que había tomado la Iglesia tras el impactante concilio Vaticano II.
La insistencia de Lefebvre de no plegarse a las nuevas normas vaticanas acabó en ex comunión, Fue decretada en 1988 por el Papa Juan Pablo II, quien calificó de «acto cismático» el último desplante de Lefebvre, que nombró sin autorización a cuatro obispos. Hoy la Sociedad de San Pío X, principal valedora del rito tridentino, cuenta con seis seminarios, con 160 seminaristas. Hay cuatro obispos y 463 sacerdotes.