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No me creo mucho eso de las movidas de los jubileos, con las indulgencias plenarias, y, sobre todo, con las visitas a los centros «privilegiados» de espiritualidad. Me parece algo medieval, pero no de lo bueno del medievo, sino de lo lóbrego, de lo triste y penoso de esa época. Imagino que el arzobispo Rino Fisichella, director del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, después de su afirmación de que tres millones de personas han visitado San Pedro desde que comenzó el Jubileo, estará feliz. Lo que desconozco es si esta felicidad le nace del éxito de esta nueva tentativa de anunciar la Buena Noticia, o del resultado económico de la afluencia de ¿peregrinos? a Roma. ¿Nueva Evangelización la que propugna acciones realizadas en Europa desde antes del siglo X?
Es evidente que el acento que el papa Francisco está poniendo en el rostro de la Iglesia oficial, o, por lo menos, lo está intentado, es una verdadera «buena noticia», un Evangelio en toda regla, que el Concilio Vaticano II quiso también poner en marcha, pero que unas décadas de oscurantismo teológico, canónico, litúrgico, y moral, han avocado a la Iglesia a una situación de desánimo, de frustración y hasta de desconsuelo en muchos de los que intentan trabajar por alcanzar en la comunidad eclesial un estilo evangélico, fraterno, alejado de moralismos y duras normativas, y atravesado por un aire de misericordiosa, fraterna, evangélica y alegre solidaridad comunitaria y testimonial para el mundo. Pensábamos muchos que nuestra generación no iba a conocer este renacer de la Iglesia, y, por eso, la aparición de Francisco como un amanecer pletórico de color, y de dulce y bondadosa acogida universal, ha hecho renacer el ánimo de tantos que lo teníamos decaído.
Mi opinión sobre el papa Francisco es, como he demostrado en un buen número de artículos de este blog, magnífica, no porque me caiga simpático, sino porque desde la altura de su ministerio se ocupa, sobre todo, de ser un fiel testigo del Evangelio. Y si provoca inquietud y malestar entre altos funcionarios de la Iglesia es por el mismo motivo que Jesús: por su coherencia con la misión de anunciar el Evangelio, siendo fiel al Espíritu, sin atarse a falsas tradiciones, ni a la letra de la ley, ni a la carne, sino a ese Espíritu de Dios, que lo invadía, como el evangelista Lucas deja claro en su evangelio, citando al profeta Isaías. Es el espíritu profético el que asusta a los que viven su pertenencia a una religión, más que su experiencia de fe, con un estilo funcionarial, asegurado y sostenido en la rutina, y en la tradición, falsamente invocada como máxima manifestación de lealtad al compromiso de la fe.
Todo la anterior no significa una «captatio benevolentiae», al estilo epistolar clásico, que usaba con tanto estilo y eficacia San Pablo, (sobre todo cuando después del saludo quería echar a sus fieles una bronca al estilo de sermón evangelizador), no, no tiene nada que ver con eso. Mis palabras son, al revés, la salvaguarda de una posible interpretación retorcida que pretendiera ver en mi artículo una crítica al Papa. Más bien es la constatación, por mi parte, o eso quiere ser, de que los asesores de los papas no siempre lo hacen de la mejor manera, y no empleo la denominación bien o mal, porque ciertas decisiones prácticas dependen mucho, para determinar su bondad o utilidad, de muchos factores, también subjetivos, y no quiero cometer la imprudencia de comprometer mi opinión, exponiéndola a los avatares de tanto condicionamiento.
Simplemente, lo que quiero expresar, y de alguna manera el título de este artículo así lo indica, es que un Jubileo de la Misericordia puede provocar algún equívoco. Jubileo, en el Antiguo Testamento, era un evento excepcional, tanto que había solo dos por siglo, los años 0 y 50, es decir, cada cincuenta años. Pero era un jubileo auténtico, verdadero, útil y eficiente, porque significaba, realmente, la remisión de las deudas, todas, de todos los miembros del pueblo. ¿Qué deudas?. pues las que se pueden medir y comprobar, sobre todo las deudas pecuniarias, que quedaban saldadas para que la gente, de vez en cuando, pudiera, efectivamente, comenzar de cero. Esto era, como he recordado en este blog, lo que mi compañero cura, Gabriel, colombiano, vicario parroquial en esta parroquia, pedía al preparar el jubileo del año dos mil, calificándolo de «fraude», que la Iglesia, y el Papa en su nombre, quien era el que convocaba al Jubileo, insistiera, aunque no lo consiguiera, que el FMI y otras instituciones financieras y crediticias, condonaran la deuda de los países emergentes del tercer mundo.
El equívoco al que me refería más arriba era al hecho de que si algo no puede esperar nunca tanto, ni tanto, ni nada, para celebrarlo y vivirlo, es la práctica de la Misericordia, que es el atributo que Dios, a nuestro pequeño modo de entender, más ejerce con nosotros, y varias veces, todos los días. Si bien, puestos a jubileos misericordiosos, bien se pudiera insistir a la ONU, y a la Unión Europea, y a todas sus instituciones, a que urgieran a sus miembros, y vecinos, porque para éstos también tienen autoridad moral, por lo que puede significar para el futuro, a que ya que no cumplen la Misericordia, sean, por lo menos, cumplidores de las normativas y del Derecho internacional, como, por poner un ejemplo bien sencillo, de los Derechos Humanos señalados en la carta de las Naciones Unidas, pisoteados por naciones como Macedonia, Hungría, Austria, y otros que todos sabemos, que para más escarnio, se dicen, y lo son por la Historia, países cristianos.
Y de paso, para acabar, me gustaría pedir que más, y antes, de animar a la gente a que gane indulgencia plenaria, -¿alguien sabe, en verdad, explicar, de manera lógica, evangélica y convincente, qué es eso?-, que se urja a las naciones, y grandes multinacionales, a que, ya que no se les puede exigir compasión y misericordia, se les recuerde que el mundo les exige, y no lo olvidará, justicia y respeto. Esta línea sí que me gustaría a mí para el Jubileo de la Misericordia, tan problemático, en el orden teórico por todo lo que he afirmado.