Muchos cristianos, como náufragos sedientos y exhaustos, nos sentimos varados en las playas de nuestra civilización. Antes, en los años ochenta, después del Vaticano II, nos creímos renovados y alegres.
La Iglesia se iba poniendo al día, se acercaba al mundo, no para fustigarlo y condenarlo sino para, aceptando los valores de la modernidad, compartiéndolos, sumarse a la lucha “POR UN MUNDO MEJOR”, tras la debacle de la cruel guerra mundial.
¿Qué pasó? ¿Por qué ese desencanto generalizado de hoy? Volvimos a las andadas. Muchos altos eclesiásticos vieron en peligro su poder. Palparon que los cristianos llegábamos a nuestra mayoría de edad como creyentes. Qué exigíamos una FE adulta. No como la infantiloide del catecismo: la de “doctores tiene la iglesia” que ya me dirán qué pensar y qué hacer. No como la FE de ese catecismo trufada de mágicos poderes sacerdotales que con una palabra absuelven los pecados, y con otra frase ritual transforman la naturaleza del pan y el vino y bendicen con una cruz trazada al aire.
También los sacerdotes sin graduación –mínimamente partícipes del poder jerárquico- observan que no son meros dispensadores de los sacramentos, ni asistentes sociales, ni agentes culturales, que las parroquias -unidades territoriales del poder episcopal- languidecen y nacen las Comunidades Cristianas de Base, que ellos no fueron preparados para ser animadores de esas comunidades, que el celibato y la obediencia son contra natura y contra los derechos humanos, que la encíclica “Humanae vitae” es deshumanizadora, que la jerarquía se apartó del pensamiento conciliar… y empiezan a desfilar como secularizados.
La crisis de los sacerdotes –día a día acrecentada- se extiende a los fieles que también desertan o sólo demandan de la iglesia los actos protocolarios de bautismo, primera comunión, boda y entierro. Todas las instituciones religiosas languidecen y también los fieles abandonan. ¡Hasta olvidan el pago del impuesto eclesiástico!
El refugio obligado es la Comunidad Popular. Que nació en el Concilio. Emigró a América y, ya como adulta, volvió a la madre Europa. Y aquí se multiplica como los granos de trigo. En ellas, casi sólo en ellas, se mantienen encendidas las lámparas de la fe viva e ilusionante. El silencio mudo ocupa los grandes templos, sólo interrumpido por el bullicio de los desfiles procesionales y celebraciones sociales.
La jerarquía, ciega y sin inspiración del Espíritu, no ve que las Comunidades Populares son la brillante alternativa a las extemporáneas parroquias. Por ello, todas las diócesis mantienen la misma política de anular esas Comunidades Populares. Nos expulsaron de sus templos y condenaron nuestra teología. Por eso nos reunimos, para encuentros, congresos y semanas teológicas, en locales públicos como hoteles, sindicatos y centros estatales de enseñanza… Somos bien recibidos como buenos ciudadanos, pero tuvimos que sacudirnos las sandalias en las puertas parroquiales.
Nuestras Comunidades están curadas del poder y la riqueza. Una y otra arruinaron la iglesia de los obispos y el espíritu jesuánico de servicio a los marginados. La sal se volvió insípida… la luz se apagó. Las Comunidades Populares salvan del naufragio.