Mientras estoy comiendo, recibo una llamada de TV3. La voz de la periodista suena familiar, expectante e inquisitiva. Núria, una antigua alumna de mis clases de filosofía de COU, quiere constrastar la noticia del asesinato de cuatro hermanos maristas españoles en el campo de refugiados de Nyamirangwe (Bugobe, Zaire, hoy República Democrática del Congo). “No sé nada”, le contesto. Anoto su número telefónico. A los pocos minutos, recibo otra llamada confirmando la noticia de la muerte de Servando Mayor, de 44 años, Miguel Ángel Isla, de 53, Fernando de la Fuente, de 53, y Julio Rodríguez, de 40. Era el 31 de octubre de 10996. Ahora hace 10 años.
Dos años antes, en 1994, hubo un terrible genocidio que produjo en torno a medio millón de muertos. Miles de personas de la tribu hutu huyeron, sobre todo al Congo (Zaire) y formaron campos de refugiados. Cuatro hermanos de esta etnia decidieron ayudar a estas gentes. Posteriormente fueron reemplazados porque sus vidas corrían peligro. Los responsables de la política internacional fueron incapaces de intervenir con acierto. África no estaba en su agenda, pero la zona era un polvorín salpicado continuamente de crisis sociales y políticas. Cuando los cuatro hermanos recibieron la invitación de Benito Arbués, superior general, para retirarse del lugar, dado el riesgo que corrían sus vidas, su respuesta fue: “No podemos abandonar a quienes ya están abandonados de todos. Se han marchado todos los agentes de los organismos internacionales, y estos dias están llegando miles de refugiados que huyen de otros lugares de guerra. Vamos a colaborar para acogerlos”. Vivir a fondo su misión sin buscar el martirio. Los acontecimientos iban empeorando y su mensaje se mantenía firme: “Si tú estuvieras aquí, harías lo mismo que nosotros. Nuestra decisión es quedarnos si tú nos dejas. Los cuatro pensamos así. Hoy podemos huir, dentro de unos días tal vez no sea posible… Por parte nuestra, nos quedamos. Por ahora no nos sentimos amenazados, los únicos que pueden hacernos daño son los rebeldes que vienen, pero parece que respetan a los blancos”. El último mensaje de Servando fue: “Se han marchado del campo de Nyamirangwe todas las personas. Estamos solos. Esperamos un ataque de un momento a otro. Si esta tarde no volvemos a telefonear será una mala señal. La zona está muy agitada. Los refugiados huyen sin saber a dónde y tal vez vuelvan otra vez. Es muy notoria la presencia de infiltrados y de personas violentas. Nos quedamos aquí porque no queremos mezclarnos con los militares ni con los grupos armados”.
La última vez que Servando estuvo en España, antes de volver a África su madre le preguntó si realmente pensaba que podría hacer algo por aquellas pobres gentes. La respuesta fue clara: “Pero, madre, cuando los refugiados nos ven a nosotros, los misioneros, es como si vieran a Dios. Si nosotros no los ayudamos, nadie los va a ayudar”.
No se trataba de un heroísmo social, sino de una profunda convicción de fe: “Siento que Dios me pide seguir aquí”. Cuando recuerdo el martirio de estos cuatro maristas, me conecto con lo esencial. Sus biografías eran normales y corrientes, de modo que ningún novelista hubiera encontrado ingredientes para escribir un libro. Cuando te arriesgas, cuando te la juegas a vida o muerte, no hay subterfugio posible. Ellos así lo hicieron. El sufrimiento humano y su fe profunda explican su decisión. Toda una lección para nuestro cristianismo de moqueta y de salón, ya que muchas de las discusiones de Iglesia que tenemos son puro artificio. Ellos, y personas como ellos, son el rostro genuino de la Iglesia. Son un estímulo y un desafío para todos nosotros, que les recordamos a los 10 años de su muerte. El título de un libro a ellos dedicado resume magníficamente sus vidas: “Amaron hasta el final”.