El Papa tiene una «emotiva» reunión con víctimas de curas pederastas
Los lamentos del Papa por la «muy mala gestión» de los casos de pederastia en los que aparecieron implicados clé- rigos católicos de Estados Unidos revelan una encomiable predisposición a la autocrítica, pero llegan con bastantes años de retraso y como si Benedicto XVI no formase parte de la jerarquía eclesiástica cuando salieron a la luz. Y no cabe duda de que el cargo de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (el antiguo Santo Oficio), que ocupó el cardenal Ratzinger hasta abril del 2005, no es un puesto de responsabilidad menor en la estructura vaticana, sino más bien de una importancia capital en el Gobierno de la Iglesia católica.
Puede decirse incluso que es uno de los pilares sobre los que descansaba la orientación ideológica de Juan Pablo II, predecesor de Benedicto XVI en la silla de Pedro.
Aunque la Iglesia católica se ha mostrado históricamente bastante más dispuesta a enrocarse en sus convicciones que a corregir sus errores, y el reconocimiento del «dolor y el daño causados» hecho por el Papa en Estados Unidos se ha demorado solo unos pocos años, no puede olvidarse la prédica de Benedicto XVI contra el relativismo moral. Y alargar los plazos antes de condenar sin paliativas el comportamiento ominoso de algunos sacerdotes y obispos tiene bastante de relativismo y bastante menos de compromiso moral con las víctimas. Los numerosos casos cancelados con indemnizaciones millonarias y una opacidad vergonzante no permiten llegar a otra conclusión.
No se trata en ningún caso de quitar valor al gesto del Papa, sino de subrayar que incluso en su caso –un intelectual conservador riguroso y reflexivo– el peso de la institución condiciona en gran medida sus comportamientos: los de antes, como celador de la ortodoxia, y los de ahora, como cabeza de la Iglesia. Dicho lo cual, debe añadirse que la jerarquía cató-
lica no es la única en debatirse en un mar de contradicciones doctrinales, pero llama más la atención a la opinión pública –incluidos muchos fieles– porque con harta frecuencia presenta sus orientaciones morales como la traducción más genuina de la moral natural. Puede que en Estados Unidos, donde ese tipo de contradicciones forman parte de la vida cotidiana –muchos de los adversarios del derecho al aborto son partidarios de la pena de muerte, por poner un ejemplo–, la línea de conducta vaticana resulte menos chocante, pero no por eso cabe tenerla por menos sorprendente.