Hasta el último día tuvo en un cajón caramelos de Santiago para compartir con las visitas y puso como condición, para beber el vaso de agua de las cinco de la tarde, que le dieran una onza de chocolate. Para el biógrafo de Pedro Arrupe, Pedro Miguel Lamet, esos fueron los únicos «defectos» del general de la Compañía de Jesús, de cuyo nacimiento se cumplirán cien años el 14 de noviembre. Porque el que otros veían, «que no imponía el ‘ordeno y mando’», a este jesuita no le parece defecto en absoluto. «Era un amigo, no un superior», subraya.
La generosidad, la preocupación por los otros, el sentido del humor, la humildad, las ganas de trabajar por los demás, las ideas novedosas sobre «justicia, derechos, Iglesia, mujer, refugiados», y una visión del mundo «global, apostando por la relación entre culturas» -enumera sonriente Lamet- inclinarían de todos modos la balanza a favor de Arrupe. Fue también, añade, «una figura carismática, mediática, un hombre brillante, magnético, un santo simpático» que ni siquiera ha sido beatificado. Todavía es una figura incómoda para algunos sectores de la Iglesia.
Recluido en la enfermería de la Compañía de Jesús en Roma durante la última década de su vida, como consecuencia de una hemiplejia que le dejó en cama y en silencio, solo, justo cuando acababa de poner en marcha el servicio al refugiado, Arrupe siguió siendo «una patata caliente para la Iglesia», destaca Lamet. Juan Pablo II acudió a visitarle varias veces y dijo que su compañía le había confortado, pero nada cambió. «Arrupe era muy humano y muy cercano y se adelantó a su tiempo», afirma el biógrafo.
«Era un profeta no sólo porque anunciaba lo que venía, hacía cosas por el futuro, sino sobre todo porque denunciaba el presente», recuerda. Era una persona comprometida con su tiempo, «un humanista, un hombre moderno que resultaba incómodo», insiste. Muchos le acusaron de hundir a la Compañía de Jesús. Pero su compromiso, dice su biógrafo, se ha demostrado vivo, actual y necesario. «Era un puente entre Oriente y Occidente, quería trabajar en la Iglesia de las fronteras, con los desfavorecidos».
Movido por «momentos de iluminación», en su mente siempre estuvo el dolor de los otros. Dejó sin terminar la carrera de Medicina -ya le había arrebatado a Severo Ochoa el premio extraordinario- cuando vio la miseria en la que vivía la gente en los poblados madrileños. Su reloj se quedó parado cuando explotó la bomba atómica en Hiroshima, que vivió casi en primera persona. «Luego no podía ni ver imágenes de aquello», explica Lamet, que destaca el valor de Arrupe al preguntar a Franco por las torturas a presos políticos. Eso sí, «no era nada patriotero. Quería a su pueblo, pero creía en la universalidad, era un ciudadano del mundo».