Si todos los que miramos esta foto, arriesgando nuestras seguridades supiésemos mirar las ciudades, y salir de nuestro entorno, y vestirnos de compañeros y bajar
a las casas donde el hambre y la miseria han entrado por las puertas estrechas;
a las escuelas para decir a los niños que son unos privilegiados por poder aprender y jugar;
a las Iglesias para quitar las costumbres caducas y acoger a los pobres y a los sencillos;
a los hospitales para atender a cada enfermo sin ficha y sin prisa;
a los parlamentos para entendernos unos a otros y dar informaciones objetivas;
a los ricos satisfechos para abrir sus ojos cerrados;
a los que mal viven en barracas para malcomer con ellos;
a las guerras sin sentido para poder enterrar las armas;
a los emigrantes que piden comida porque ya no les llega para dar a los niños;
a los rascacielos fríos como muros infranqueables;
a los parados y sin esperanza para repartir nuestros sueldos;
entonces quizás despertaría un sueño en cada hogar.
La solidaridad es arriesgada, es servicial, nos espera cada mañana al comenzar el día, está escondida y agazapada entre nosotros, hay que proclamarla, y sobre todo vivirla.
Es un salto al vacío y a la inseguridad. No tiene límites, se viste de prójimo. Es algo de lo que dice Jesús de aquel Samaritano, uno de fuera, uno que no era de los nuestros, que se acercó a cuidar y curar al herido despojado por los ladrones.