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Apología del pueblo catalán II/II -- Jaime Richart, Antropólogo y jurista

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Como aquí venía observando que los lectores son muy inteligen­tes, no creí que fuese necesario hacer la precisión de que apología es lo contrario de censura. Porque censura del pueblo catalàn que pedía referéndum y ahora independencia por la torpeza o estre­chez de miras de los de “arriba”, de tejas abajo es lo que sobra. Lo que a su vez significa que aunque contengan alguna referencia a preceptos que, como todo en la vida, se prestan a interpretación, en este par de artículos no se hace exactamente una defensa ni política ni jurídica a ultranza de la causa de esa parte de la socie­dad mayoritaria catalana independentista.

Busco y encuentro sus motivaciones, porque además, vivimos tiempos en que, por fin, es ley la idea de que nadie tiene derecho a monopolizar toda la razón; con lo que pasa a un primer plano otra circunstancia cono­cida: que el Derecho está sumido en plena dualidad: argumentos de la parte acusadora, por un lado, argumentos de la parte defen­sora, por el otro. Por lo que no siendo el mío propiamente un ale­gato forense (entre otras cosas porque para esperar algún nivel de entendimiento es precisa una sensibilidad común que no com­parto con los jueces españoles), mis esfuerzos por comprender los motivos que llevan a una parte numerosa de la sociedad catalana a tratar de desligarse del Estado español y de la sociedad española bajo su mando, son parecidos a los que eventualmente hace quien contempla una pintura, sea clásica o de nuevo estilo: le gusta o no le gusta, pero no la discute y menos con acritud, con el pintor…

Sea como fuere, si la sociedad independentista hubiese obrado mal, visto el panorama por ese que contempla una pintura que intenta comprender, la respuesta del poder político y luego la del poder judicial a la pretensión de un referéndum ha sido sencilla­mente desastroso. Los posibles excesos de los independentistas devienen de los excesos ciertos del Estado y de la justicia. Inicial­mente “sólo” vienen pidiendo desde tiempo inmemorial un referén­dum (como los escoceses o los canadienses de Québec) que se les ha denegando sistemáticamente por silencio administra­tivo desde que se supone se hizo la luz de la Razón en España (aprisionada durante 40 años por lo dogmático y por lo apodíctico) con el nacimiento del nuevo Estado en 1978. Y ello, pese a que el artículo 149 de la Constitución confiere “la competen­cia exclusiva al Estado para convocar consultas vía referén­dum”. Con lo que no es que no sea posible éste porque lo impida la Constitución.

Lo que falta es voluntad política. Una vez celebrado para sondear a la sociedad catalana y no contentarse con las cifras de las empresas demoscópicas, aún con una mayoría significativa el Estado hubiera podido denegar la independencia en base a los conceptos ‘unidad” e “indisolubilidad” del artículo 2º del Tītulo Preliminar de la Constitución; entrando así en la fase de interpretación estricta, la del Estado, y la interpretación amplia, la de los independentistas catalanes para dirimirla sosegadamente. Todo un monumento a la racionalidad y a la juridicidad perfectas hubiera sido esa manera de proceder, que hubiera enaltecido a España ante sí misma y ante el mundo. Pues bien, no sólo no se hizo así, sino que a la justicia española le ha faltado muy poco para enviar al paredón (si hubiera existido la pena de muerte) a los siete gobernantes que escenificaron el referéndum reiterada­mente denegado…

Pero a lo que vamos, la apología del pueblo catalán que hago desde Madrid, habida cuenta que, salvo en Cataluña, en todas partes todo está trufado de una parcialidad, de una ofuscación o de una visceralidad feroces en este asunto, sigue la senda de la primera entrega…

El catalán no sólo no es un pueblo beli­coso, es que es singular­mente pacífico como lo son y han sido siempre los pueblos emi­nentemente comerciantes. Es culto, ama la cul­tura, es de costum­bres en general finas y muy arraigadas, po­see una len­gua propia y una filosofía colectiva muy dispar del conjunto de la española. Se extiende el territorio a lo largo de 32 mil kilómetros cuadrados y tiene una población en torno a los siete millones de habitantes. Fronterizo con Francia, comparte con este país una sen­sibilidad mayor que con el español. En cual­quier caso son histó­ricos sus de­seos de no depender del Estado español y sus aspiraciones a la sobe­ranía ab­soluta. Y al igual que el pueblo euskaldún, de una morfología similar, nunca han logrado esa independencia que ambos pueblos persiguen. En buena medida, porque como suele pasar en estos casos, no hay una convergencia de idiosincrasias. Más bien un distanciamiento marcado por la voluntad de dominio (de poder la llamaría Nietzsche) de una parte, y por la resignación de la otra parte ante la razón de la fuerza.

Porque los parti­dos políticos que se denominan a sí mismos “cons­titucionalis­tas” y la parte de la justicia veedora del conflicto político, se oponen aceradamente, no ya a la independencia de Cataluña sino también a la celebración de un simple referéndum de autodeterminación, como esporádicamente se celebran en Esco­cia o en Québec. E invocan al efecto los conceptos dichos de “unidad” e “indisolubilidad”; conceptos cargados de polisemia o de anfibologia que permiten más de un significado, por lo que a efectos prácticos depende de un tipo u otro de interpreta­ción.

Que ésta sea estricta o amplia en sentido jurídico determina el resul­tado La “pertenencia” o dependencia de un territorio de menos su­perfi­cie a uno mayor compuesto de una serie de ellos como te­selas, la aplican los partidos extremistas y los tribunales españo­les, embar­gados aún por el espíritu autoritario de la dictadura, para blindar­los en un único sentido: el del centralismo exacerbado que atiza a su vez el autori­ta­rismo. Sin embargo, en una interpreta­ción amplia, puede seguir habiendo unidad en otras fórmu­las de interdependencia o indepen­den­cia, como son el es­tado federal, el estado libre asociado, la confedera­ción u otras. Cuando a la palabra “unidad” se le dio ese signifi­cado pétreo. eran otros tiempos, tiempos de dogmas y de filosof­ías escolásti­cas, que ya están superados aunque sólo sea por la evi­dencia de­ntro de una “unidad”, la Unión Europea, están nada menos que 28 estados, todos soberanos pero sometidos a unas reglas de juego comunes a todos ellos. En España, no se concibe la “unidad” de la misma manera.

Imbuida todavía por el espíritu dictatorial, se en­tiende como subordinación absoluta de las Comunidades Autónomas (con toda una serie de consecuencias administrativas y humanas) a las leyes promulgadas por el Estado Central; esto es, según una “jerar­quía”, sin tener en cuenta las peculiaridades de las o de algunas Autonomías, como las recogidas en el Estatut que el TC desfiguró, en afrenta a la sociedad catalana entera. Tribu­nal al que, es evidente, se le encomendó el papel de “custo­dio” o de gendarme protector de la “una, grande y libre” tal como entendía el concepto de unidad el dictador. Siendo así que según otro modo de entender dicho concepto es que ha “unidad” cuando todas las partes de la periferia están conectadas armoniosamente con el centro. Armonía que ha sido inexistente siempre en el caso de Catalunya, por ejemplo.

De aquellos polvos vienen estos lodos. En aquel despre­cio a la so­beranía autonómica que reside en el parlamento catalán, radica el comienzo de toda la “movida” subsiguiente. De aquel desa­fuero viene la indignación pro­gresiva y cada vez más enconada, de la mayoría de los catalanes de raigambre o naturalizados; ma­yoría que ha ido aumentando a medida que la acción política, la po­licial y la judicial del Estado español se han ido endureciendo hasta extremos frenopáticos. Pues condenar a siete gobernantes au­tonómicos por un delito que en realidad fue un acto representa­tivo, sin armas, del deseo de una gran parte de la población cata­lana, y por lo tanto técnicamente inexistente el delito de rebelión, es una barbari­dad impropia del siglo en que vivimos y de un país que se considere a sí mismo democrático.

Pese a todo y dejando a un lado el foco del conflicto, es decir, el Estatut aprobado en 2005 y mutilado por el Tribunal Constitucio­nal en 2006, la solución a este esperpento puede venir por estas dos vías: bien reformando la Constitución para dar entrada al Es­tado Federal, bien autorizando el referéndum en base al citado artí­culo 149 de la Constitución (suspendiendo la decisión si fuese favorable a la independencia una ma­yoría significativa, a la es­pera de una reforma que tarde o temprano habrá de llegar). Con lo que se matarían dos pájaros de un tiro: dos capítulos esenciales para la vida y la armonía de esta nación que nunca acaba de lle­gar. Pues dicha re­forma (que requiere la apro­bación de tres quin­tos de la Cámara baja) daría también solución al otro conflicto latente desde 1978: el de la forma de Estado y su articulación, que una gran parte de la población española espera desde entonces y sigue sin resol­verse. Todo, pues, posible con voluntad polí­tica y dejando a un lado la proverbial y odiosa actitud tan española como nada europea de “el que manda soy yo”, y el “no sabe usted con quien está hablando”.

Éste es el verdadero escollo que la sociedad española encuentra en el presente galimatías político, jurídico y judicial en el que los tribunales europeos de la Europa a la que España pertenece quie­ren poner un cierto orden, y frente a los que las instituciones espa­ñolas no debieran poner reparo alguno para no resaltar otra ver­güenza: que a España sólo le interesa pertenecer a Europa en tanto reciba de ella cuantiosas sumas de dinero. Lo que ahonda to­davía más la sensación de que esta nación no ha alcanzado el ni­vel democrático esperado des­pués de casi medio siglo. En cuyo caso España no merecería en absoluto formar parte de una entente que le lleva demasiada delantera para no te­ner toda la razón quien dijo un día, y muchos seguimos diciendo, que Europa termina en los Pirineos…

De momento, hasta la justicia española, aunque de momento sólo sea la Fiscalía, desoye al Tribunal de la UE y se muestra connivente con las actitudes radicales de la derecha y de la extrema derecha políticas. Pues bien, Cata­luña es ese territorio que desde siempre ha pretendido desmar­carse de esa maldición que supone una España geográficamente situada en el fondo del continente europeo, y política y moralmente entre sus posos… Yo también estoy esperando esa otra España que existe, todavía acobar­dada pero latente, que por unos motivos o por otros nunca acaba de predominar. Por eso me siento identificado con la causa de la independencia catalana. No me gusta un pelo esta España que es una prolongación del régimen dictatorial, sólo atemperado por el paso de medio siglo y por la pertenencia, solo dineraria­mente interesada, a la Comunidad Económica Europea…

26 Diciembre 2019

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