En el museo diocesano de Jaca el visitante puede observar el rostro de un Cristo majestad (Pantocrátor) y, al lado, una copia. Una copia, pero no exactamente igual. Se trata de un segundo rostro, superpuesto al primero varios años después, que contiene una diferencia importante respecto al anterior: en este caso nos encontramos con un Cristo que sonríe. La explicación más lógica parece ser que el artista, de joven y de acuerdo a los dictados de una fe rigurosa, pintó los rasgos de un Jesús serio, grave. Más tarde, en época de madurez, la fe del autor, aquietada y serena, pidió corregir aquella expresión pintando encima el mismo rostro de Cristo, pero esta vez con una mirada afable y alegre, con un gesto más comunicativo y humano.
Felices los tiempos en que la fe inspiraba obras y alternativas de verdadero arte. Se suele decir que hoy nos toca vivir horas de fe debilitada, tiempos de increencia.
La prueba de dicho aserto estaría en que frente a la educación conductista del ciudadano que ofrece el Gobierno, una gran parte de la sociedad española se siente inclinada a demandar mayor formación moral de los jóvenes. En tal diatriba una cosa es clara, hoy está desapareciendo en nuestros programas de educación y en nuestro lenguaje habitual el concepto de virtud (que significa esfuerzo por conseguir la perfección) y no sabemos bien por qué valor sustituirlo.
Asimismo van desapareciendo de la vida social las categorías éticas y morales, y el vacío que éstas dejan parece que lo está ocupando un egoísmo en alza. Las normas que procuran un mejor funcionamiento de la máquina social las vamos olvidando y ya casi nadie las recuerda. De las siete virtudes clásicas con las que se combatían los siete pecados capitales de antaño, que en el fondo buscaban una persona más justa y una sociedad más feliz, hoy no recordamos ni los nombres.
Nos reímos de la castidad, pero cada vez son más injustas y abyectas las prácticas del turismo sexual. Nos burlamos de la moderación, virtud que propicia una sana dosis en comidas y en bebidas, y en su lugar estamos permitiendo a nuestros hijos desórdenes alimentarios (incluido el “botellón”) que no sabemos cómo atajar. Dígase lo mismo de la paciencia, que controla la cólera y la ira, y adviértase como aumenta, por ejemplo, la violencia de género o el afán desordenado de especulación y fraude que nadie parece regular. ¿Se enseña hoy la diligencia, una forma de amor, cuyo objetivo es el esfuerzo y el verdadero interés por el bien del otro? Al contrario, lo que parece crecer es la incompetencia de tanto profesional atacado de una pereza invencible. En los tiempos que ahora corren no parece políticamente correcto ni hablar ni enseñar ni aconsejar la práctica de las virtudes. Pero ¿son mejores las alternativas con las que las hemos sustituído?