Acercándose la Nochebuena -- Mariana Núñez (Buenos Aires)

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Reflexiones de una mujer creyente inspiradas al calor de ciertas tradiciones cristianas y el materialismo dialéctico
Llegando la Navidad es inevitable que la cultura capitalista del consumo siga cruzando las fronteras de lo religioso más genuino, distorsionándolo, con el fin de captar adeptos; es el modo rudimentario que tiene el sistema para replicarse, y funciona.

Aquí abro un paréntesis para contarles que lo religioso se relaciona, dentro de una corriente reflexiva que me inspira, con la capacidad que tenemos los seres humanos de volver a relacionarnos (una y otra vez, las veces que sea necesario) con nosotros mismos, con nuestros compañeros de camino (próximos y lejanos, otros pueblos, la humanidad toda), y con «Aquel/Aquella/Aquello» que nos trasciende como quiera que lo llamemos; digo, que nos trasciende en la medida que nos hace salir de nosotros mismos para ir al encuentro del otro y de lo común.

En estos días, dadas mis raíces cristianas, he vuelto a pensar en el relato de Jesús el Nazareno. Me ha tomado el tiempo desembarazarme de todo un folclore de mitos y leyendas escritos en torno a su figura para destacar, supongo que en el mejor de los casos, aquello que no necesitaba ser destacado a riesgo de perder significado; que es lo que lamentablemente ocurrió. Pasaron los siglos y la historia del Nazareno solo ganó en una densidad teológica rayana con el absurdo y el espanto. El hombre de carne y hueso y corazón compasivo, se indignó ante tanta injusticia y tanta carga impuesta por los de arriba (los funcionarios del imperio romano, la casta sacerdotal judía, los mercaderes, los que se ganaban la vida a costa del sudor ajeno); tanta carga injusta impuesta sobre los de abajo, con esos sutiles mecanismos que los de arriba se esmeran en usar con maestría y prudencia hasta que no queda otra que aplicar el garrote (o el fusil o la picana, o el gatillo fácil o las cárceles, o los vuelos de la muerte o los campos de concentración).

Jesús comenzó observándolos, hablándoles y haciéndose uno entre ellos, los pobres; les compartió los «mapas» que orientaban su vida sujeta a riesgos e incertidumbres como la de todo ser humano; entre ellos su confianza en un «dios-ternura-padre de todos» y su opción decidida por la justicia y la igualdad. Cuentan que fue especialmente amable con las mujeres y los niños, ninguneados a la par frente a la omnipotencia del varón, y que se compadeció de cuanto leproso lo buscaba hasta el punto de tocarlo. Fue por los caminos compartiendo el pan, las aceitunas y el vino con quienes se cruzaba, y hasta lo estimaban los ricos y poderosos, cuya vida vacía se desesperaba por encontrar en la claridad de su mirada, sus palabras y gestos motivos para seguir andando. .

Casi al final de su vida, cuando la sentencia estaba decidida y una cruz se levantaba pesadamente sobre su horizonte -tanto cuestionamiento y protesta andaba Jesús suscitando-, el más poderoso funcionario imperial de la región de Judea llegó a preguntarle por «la Verdad»; como si un par de reflexiones abstractas pudieran darle unas pistas sobre el sentido último de la vida. «¿Y qué es la Verdad?», le preguntó Pilato, y apuesto a que el silencio del evangelio podría llenarse con estas preguntas de Jesús: «¿Acaso no sabés de dónde vengo, con quiénes he estado, qué he compartido, cuáles son mis sueños? ¿Qué es lo que anuncio, qué es lo que denuncio?»

Apuesto a que quiso explicarle que ninguna verdad, ninguna palabra, ningún «dios» puede levantarse fuera de lo humano, que llegamos a conocer quienes hemos necesitado de otros, quienes hemos aprendido a agradecer lo gratuito de un abrazo, de un beso, de la ternura dada porque sí; y que nos urge a lanzamos al mundo para seguir cuidando y perpetuando esa corriente de vida que es capaz de meter las manos en el barro, en lo frágil, en lo necesitado, en la defensa inclaudicable de los que no tienen derechos.

Hasta darlo todo. ¿No fue ese el final de tantos y tantas a lo largo de la Historia? ¿No lo sigue siendo en nuestra Argentina de capitalismo serio, cuando Mariano Ferreyra se apostó en las vías con sus compañeros; cuando el qom Roberto López y el campesino Cristian Ferreyra salieron a defender la tierra de sus antepasados; o cuando familias enteras acamparon reclamando vivienda o cortando rutas por dignidad? ¿No circula este espíritu entre los trabajadores que deciden asambleariamente una huelga para exigir mejoras salariales y en las condiciones de trabajo?

Pues bien, si como les digo hace rato que vengo desembarazándome de tanta mentira y «cosa académica» discurseadas sobre Jesús, hasta «tocar» ese cuerpo desnudo sobre una cruz, que en medio del horror habrá cerrado los ojos sin comprender las ausencias de quienes parecían sostenerlo, entonces me pregunto por qué este hombre compasivo y corajudo que pasó haciendo el bien, cuidando y curando, alentando y empujando sueños, contagiando humanidad, se entregó para morir irremediablemente solo. Puso el cuerpo con coherencia, pero ¿valió la pena su entrega por el curso que siguieron los acontecimientos? ¿Es que el dios de sus amores y sueños le exigía -y sigue exigiendo- entregarse sin entender ? ¿Por qué no sumarse a las filas de Barrabás el zelote, que de cuando en cuando asestaban algún que otro golpe al imperio y sus cómplices?

¿Por qué no organizar a sus compañeros para resistir su arresto? Por ahí leí de fuentes confiables que en tiempos del nacimiento de Jesús, una revuelta popular motivada por lo excesivo de los impuestos, culminó con la crucifixión de una decena de campesinos judíos. José, el padre de Jesús, debió haber tenido noticias de un suceso tan trágico, pues si bien las comunicaciones caminaban lentamente al ritmo del relieve montañoso y desértico de Palestina, era de esperar que los crucificados fueran «el hijo de Zebedeo» o «el de Bernabé», todos vecinos de una aldea cercana, amigos de amigos, conocidos. Cómo no iba a instalarse el miedo en la mente de todos esos campesinos, trabajadores de la tierra, artesanos, pescadores; los poderosos saben cómo acallar los gritos, abortar las rebeldías o torcer voluntades. Y el miedo, como las pasiones, se contagia de unos a otros y de generación en generación. No estoy afirmando que Jesús ni que su padre fueran cobardes; en todo caso lo afirmo en primer lugar de mí misma, tan preocupada por el cuidado de la vida propia y de los que amo. Lo que afirmo es que el cuidado de la vida incluye un primer grito y una primera voluntad de libertad, sin los cuales toda vida es amordazada por infinidad de esclavitudes (políticas, económicas, religiosas, morales).

Claro que para querer ser libres hay que caer en la cuenta de qué, o de quiénes, y cómo. En tiempos de Jesús había una cierta conciencia de estas cuestiones; a humanidad no había dado a luz a Marx ni a Engels ni a Rosa Luxemburgo, ni a ninguno de los padres ni madres fundadores del socialismo, con sus teorías develadoras del oprobio del capital y sus estrategias para la lucha. No eran los de Jesús los tiempos del capitalismo todavía, pero sí de otras formas de opresión de unas clases sobre otras. Tampoco para esa época el campesinado ruso había protagonizado los diez días que cambiaron la historia, ni Trotsky había pretendido encender la revolución entre el proletariado alemán, para luego asumir la defensa de la democracia obrera frente a la traición y el horror de la dictadura estalinista que se esparciría por el mundo conciliando con el imperialismo yanqui y las socialdemocracias europeas; hasta la Cuba triunfante de Castro se rendía a la burocracia soviética, mientras el Che (y su guerrilla) se nos moría en la selva boliviana leyendo La revolución permanente de Trotsky.

Qué quiero decir con esto. Que considerando que Jesús de Nazaret fue un ser humano sin ningún tipo de «suplemento divino» adicional (cuestión que fue aclarada en uno de los primeros concilios de la incipiente iglesia romana, mal que le pese a Benedicto y su séquito), entonces hizo humanamente lo posible por llevar a cabo sus sueños; marcó un camino de humanización que ha perdurado por siglos (si bien distorsionado por los intereses que conocemos); ensayó una ética para la vida desde la vida de los más pobres. Pero lo hizo sujeto a las leyes del mundo, a su tiempo, a su lugar, a sus vínculos. En una palabra, limitado a sus circunstancias, a las que no dudo de que contribuyó a ampliar y profundizar. No fue su tiempo el del ascenso de un pueblo entero con pretensiones de voltear el injusto orden instituido y sostenido a punta de cañón, instituciones e ideologías perversas; no conoció la palabra «socialismo», pero seguramente hizo la experiencia de lo asambleario y por eso las mesas compartidas fueron tan significativas en su vida. A estas alturas, la imagen del pesebre (libre ya de ángeles, reyes magos y concepciones virginales que se escribieron para confabular sobre su aparente divinidad) me remite únicamente a la miseria que padecen en nuestro tiempo millones de seres humanos; particularmente los niños, inocentes de todo horror, de tanta hambre, de tanta ausencia de cuidado y de ternura.

Dar el grito primero de libertad es la tarea común que nos convoca con urgencia, porque sin libertad no habrá oportunidad de futuro para la humanidad ni para este rincón del planeta que habitamos. Y si en el camino y en la lucha comprometida damos a «Aquello» que nos trasciende el nombre de «dios» -al igual que Jesús y millones de creyentes en la historia- pues que esa fe como confianza en lo bueno para todos (y no para unos pocos a costa de la mayoría) se fragüe en las luchas que encarnemos contra la injusticia y en las mesas donde fraternalmente compartamos el pan y la palabra.

Es mi deseo para esta Navidad, que el horizonte común de toda la Humanidad, más allá de sus credos, sea un mundo con justicia donde cada nacimiento se celebre como único, de una belleza sin límites. Y que no temamos soñar revoluciones ni parirlas. La humanidad nueva será como un hijo que se anuncia a la vida entre dolores, para encenderla de alegrías y esperanzas nunca del todo imaginadas hasta entonces. «Cambia, todo cambia…» resuena en mi corazón la eterna voz de la Negra, sumándose a miles de voces cantando para que asome el sol sobre la tierra. Hay signos de esperanza. El 2011 fue el año de la revolución árabe y de los ?indignados?? e «indignadas» de todo el mundo.

Millones de personas, trabajadores, explotados, comenzaron a descubrir que tenían una identidad común, que eran, que somos parte de una clase internacional. Como escribe mi compañero de la Izquierda Socialista Miguel Lamas, «Una joven huelguista de Madison sintió que su lucha era similar a los jóvenes egipcios de Plaza Tahir, un obrero griego recordó Argentina del 2001 y pensó que había que hacer lo mismo en Grecia. Una indígena marchista boliviana en defensa del Territorio Indígena Tipnis contra las transnacionales, se sintió hermana de un peruano o de un brasileño que luchan en defensade sus tierras. Los indignados de Wall Street, de España y de Grecia se sintieron parte de la misma lucha. Somos el 99%, dijeron los indignados en Estados Unidos que sufre las consecuencias de este desastre capitalista que beneficia al 1%. Y se referían al mundo entero.» Levantemos las copas entonces para brindar: ¡Por un buen año 2012! ¡Por extender la lucha mundial que entierre al capitalismo!

Hasta la próxima, compañer@s

Mariana

(Información recibida de la Red Mundial de Comunidades Eclesiales de Base)