EL PAPEL DE LA IGLESIA DEL PAÍS VASCO EN LA PACIFICACI?N DE EUSKADI (2). Juan María Uriarte, Obispo de S. Sebastián

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Religión Digital

Seguimos con el texto de la conferencia de Juan Maria Uriarte sobre el papel de la iglesia vasca

II. OFRECER CRITERIOS ?TICOS
La comunidad humana y cristiana del País Vasco necesita no sólo aliento para su esperanza.
Requiere también criterios éticos que le ayuden a valorar adecuadamente la situación y le
estimulen a un compromiso lúcido y responsable.
No todos estos criterios tienen el mismo calado. Es preciso subrayar aquellos que se refieren a
los derechos humanos de las personas. Pero junto a ellos, es obligado enunciar otros que
afectan a los derechos colectivos.
El magisterio de los Obispos del País Vasco ha recordado reiteradamente a lo largo de estos
decenios los siguientes criterios morales.
1. Los derechos humanos de las personas
a) Nuestra primera y más importante afirmación proclama un sí rotundo a la defensa de la
vida humana y, en consecuencia, un no radical y total a los asesinatos que ETA ha
cometido. Sobrepasan los 800. Queremos esperar que, después de tres años de ausencia,
hayan desaparecido para siempre. Porque, además de violar el más sagrado de los
derechos, socavaban los cimientos del sistema democrático al eliminar físicamente al
adversario político. Contravenían además la exigencia firme de la inmensa mayoría de
los ciudadanos. Han destrozado a numerosas familias. Han creado miedo y sobresalto
en sus víctimas potenciales. Han sembrado en nuestra comunidad desmoralización y
desesperanza. Han conducido a sus propios activistas a un callejón sin salida. Han
manchado la imagen pública de nuestro pueblo. Han supuesto un notable obstáculo para
que los desacuerdos políticos existentes en nuestra sociedad se plantearan correctamente
y se abordaran serenamente.
Esta severa valoración moral de ETA es extensiva, en la debida proporción, a todas
aquellas personas o grupos que han colaborado con las acciones terroristas o las han
encubierto y defendido. Es también aplicable a la constelación de secuestros inhumanos
y duras extorsiones económicas a empresarios y profesionales. No son tampoco
moralmente admisibles los episodios, todavía vigentes, de la lucha callejera, llamada
«kale borroka».
b) La reacción ante los asesinatos de ETA no siempre ha eludido la respuesta violenta y
sangrienta. Algunas fuentes sostienen que fueron 58 las víctimas mortales producidas
por el GAL y el «Batallón Vasco-Español», sobre todo entre el año 78 y el 85. Tales
asesinatos postulan una análoga reprobación moral y el debido esclarecimiento de su
autoría para que resplandezca toda la verdad.
c) Las víctimas de ETA son una grave interpelación a nuestra conciencia moral. Informes
solventes estiman que unas 3.000 personas han padecido el terrible zarpazo de un
familiar violenta e injustamente muerto. La entera sociedad vasca, tiene ante ellos un
deber de acompañamiento, de apoyo, de compensación, de reparación. El respeto a
estos muertos debe abstener a gobiernos y partidos de cualquier utilización política del
sacrificio de sus vidas.
d) El primado del derecho a la vida está rodeado de una constelación de derechos humanos
intangibles que en ningún caso pueden ser violados. Una persona, por muy culpable que
sea, jamás puede ser maltratada y menos aún torturada. No son fácilmente identificables
ni cuantificables muchos de estos casos. Pero se tiene la evidencia moral de que no son,
en absoluto, imaginarios. La doctrina eclesial respecto de la tortura es muy severa:
«prohíbe la práctica de la tortura aún en el caso de los crímenes más graves… (La
tortura) envilece la dignidad de la víctima y de su verdugo» (Juan Pablo II). La Iglesia
en el País Vasco ha reprobado públicamente, en algunos casos de clara constancia, esta
práctica inhumana, aún a costa de ser acusada de ambigüedad o de tibieza. Tenemos
derecho a esperar que esta práctica haya sido descartada definitivamente.
e) Los poderes públicos tienen el derecho y el deber de defender la seguridad de todos los
miembros de la sociedad. En el ejercicio de esta tutela han de cuidar con esmero que ni
sus disposiciones legales ni sus decisiones ejecutivas limiten más de lo estrictamente
necesario los derechos y libertades públicas de ningún ciudadano.
f) Entre nosotros cobra especial actualidad en nuestros días la situación de los presos y sus
familiares, que sufren los efectos de una dispersión que no es humana. No lo es tampoco
la prolongación desproporcionada de la prisión de algunos reclusos, ni el criterio
restrictivo con el que se aplican disposiciones legales a presos enfermos. Los criterios
de ética penitenciaria, al tiempo que defienden que la sociedad tiene el derecho y el
deber de defender a las víctimas potenciales de sus agresores, establecen como criterio
que no debe adscribírseles a éstos (y mucho menos a sus familias) ninguna otra pena
que la que se deriva necesariamente de la privación de libertad. Es preciso que ninguna
actitud «justiciera» empañe la nobleza de una justicia humana. Sería reprobable
cualquier posible utilización política de los presos, bien como «capital político», bien
como «moneda de intercambio».
2. Los derechos de los pueblos
Las situaciones de conflicto suelen perdurar en el mundo porque los derechos humanos de las
personas y de las colectividades no son debidamente respetados. Supuesta la prioridad de los
primeros, debe también avanzarse en la identificación y concreción de los segundos. Juan
Pablo II, en su discurso a la ONU (1995), invitaba a «ponderar con conciencia serena los
derechos y las justas aspiraciones de los pueblos» (n. 6). Exponía asimismo «el fundamento
antropológico» de tales derechos (n. 7). Afirmaba su condición de verdaderos derechos
humanos (n. 8). Enumeraba entre ellos «el derecho a existir» (ibíd.) y sostenía que la
definición concreta de estos derechos «no es ciertamente fácil», pero «resulta improrrogable
si se quieren evitar errores del pasado y tender a un orden mundial justo» (ibíd.).
Dos criterios complementarios y una óptica insistente han presidido toda la reflexión de la
Iglesia en el País Vasco durante este largo período de 30 años. Los criterios son: identidad
específica y solidaridad. Todos los pueblos tienen el derecho de mantener su identidad y el
deber de no ser insolidarios con aquellos otros pueblos a los que están vinculados por lazos de
vecindad, de historia compartida, de intercambio personal, cultural y económico.
En el caso del País Vasco no corresponde a la Iglesia establecer cuáles son los instrumentos
necesarios para mantener su identidad ni articular su solidaridad. Las fórmulas políticas
aprobadas por el pueblo son respetables y no deben modificarse a la ligera si no lo requieren
razones graves de bien común. Pero no tienen valor absoluto e intangible. Mientras un modelo
respete los derechos humanos y se implante y mantenga dentro de cauces pacíficos y
democráticos, la Iglesia no puede ni sancionarlo como exigencia de la ética, ni excluirlo en
nombre de ésta. En consecuencia, ni la aspiración soberanista, ni la adhesión a un mayor o
menor autogobierno, ni la preferencia por una integración más o menos estrecha en el Estado
español son, en principio, para la Iglesia «dogmas políticos» que requieran un asentimiento
incondicionado. Cada ciudadano deberá discernir cuál es la fórmula política más justa y más
favorable a la paz y la cohesión social. No le corresponde a la Iglesia este discernimiento.
3. La ética de la paz
Los dos criterios antedichos están formulados desde una óptica: la paz. Esta óptica nos ha
llevado a formular una ética de la paz.
La pacificación de nuestro país entraña, desde luego, la desaparición de ETA. Es insuficiente
la suspensión de sus actividades. Pero los problemas que es preciso resolver para alcanzar la
paz no terminan ahí. Para comprender y sortear las dificultades para la paz en nuestra tierra,
es preciso enfocar correctamente otra realidad que viene de lejos. Todos los sondeos revelan
con obstinada estabilidad la coexistencia, en diversas proporciones, de sentimientos de
identidad nacional total o parcialmente contrapuestas e incluso conflictivas. Unos se sienten
«sólo vascos»; otros «solamente españoles»; otros «más vascos que españoles»; otros
«igualmente vascos y españoles»; otros «más españoles que vascos». Todos son ciudadanos
de pleno derecho en esta comunidad y deben ser respetados como tales.
a) Esta pluralidad conflictiva de identidades está reclamando el hallazgo de una fórmula de
convivencia en la que cada uno de los grupos antedichos esté dispuesto a recortar
prácticamente, en el seno de un debate, sus aspiraciones incluso legítimas, en aras de
una paz social que es un valor notablemente más precioso y necesario que el imposible
cumplimiento de todas las aspiraciones de todos los grupos. «En la casa común hemos
de caber, apretándonos, todos aquellos que, por la palabra o por los hechos, no se
autoexcluyan de un proyecto compartido» (Votos para la paz, pp. 5-6). Recortar no
debe significar necesariamente renunciar definitivamente. Cada formación habrá de ver
qué recortes le exige el bien de la paz. Sería inadmisible que la fórmula fuera fruto de la
amenaza de la fuerza ciega o dictada por el imperio de la «ley del más fuerte». La paz
no admite esta clase de coacciones y tutelas.
b) Este recorte resulta doloroso a todos los grupos. Será signo de grandeza de ánimo
subordinar efectivamente la propia política de partido al bien superior de la paz. Puede
incluso acarrearles una merma de votos. Deben saber que el anhelo de paz de aquella
sociedad es, en una gran mayoría de ciudadanos, más vivo y apremiante que la
consecución completa de sus aspiraciones.
c) A la luz de los criterios que acabamos de exponer, la óptica de la paz, verdadera
preocupación de nuestro ministerio pastoral, nos ha conducido a formular, la ética de la
paz en el lema: «Entre todos, paz para todos».
? Todos los ciudadanos y grupos estamos invitados y moralmente obligados a ser
«artífices» de la paz. No sólo los políticos y gobernantes. También la escuela y la
prensa, las instituciones, los grupos sociales, la comunidad cristiana. Nadie debe
excluirse ni ser excluido de la edificación de la casa común mientras de veras
busque construir, no destruir. Todas las sensibilidades políticas son necesarias para
la paz, con sus diferencias, tensiones y contraposiciones. El diálogo ha de convertir
«las lanzas en podaderas y las espadas en rejas para arar» (Cfr. Is 2, 1-4).
? Todos los ciudadanos estamos también llamados a ser «beneficiarios» de la paz.
Lejos de empecinarnos en proyectos excluyentes, hemos de tender a un proyecto
integrador. La paz auténtica tiende, por su propia dinámica, a ser una paz para
todos.