Tal vez debería estar rezando en vez de escribiendo estas líneas. Entre lo que la prudencia sugiere y el corazón mueve, me dejo llevar por lo segundo. Me debato entre la incredulidad y el disgusto profundo. No me cabe en la cabeza que sea verdad que se desapruebe una ayuda que el Estado ofrece a las madres solteras, y menos que lo diga el Secretario General y Portavoz de la Conferencia Episcopal Española. No lo puedo creer. ¿Portavoz?… Será de los obispos; mío, no. Ni tampoco –creo- que muchos cristianos.
No he podido escuchar íntegramente las declaraciones del padre Martínez Camino, pero sí he leído y escuchado las noticias donde se recogen en toda la prensa española y en algunos medios extranjeros. He hablado incluso con alguno de los periodistas que los firman. Sigo sin dar crédito. Sigo dolido.
¿No sabe Don Juan Antonio cuántas madres solteras hay en España?. Yo tampoco lo sabía, pero me he enterado: son casi dos millones. Lo que sí sé muy bien, es que casi todas ellas están bautizadas, y que muchas son cristianas practicantes. Y los que conozco perfectamente es que entre ellas también se encuentran madres a las que la Iglesia, a las que yo mismo, como sacerdote, he animado a que siguieran adelante con su embarazo, a que tuvieran y criaran a su hijo y a que acogieran a esa bendición que es todo hijo que nace.
Mensajeros de la Paz tiene hogares para madres adolescentes, algunas apenas niñas de 11 o 12 años, cuya maternidad es consecuencia de abusos y violaciones muchas veces realizadas en su propio ambiente familiar. Ellas han tenido el valor y la fuerza de tener a su hijo y saben que tienen nuestra ayuda, pero no estaría de más cualquier otra ayuda. Que ellas reciban esa prestación es más justo, y más necesario que lo reciba una pareja, o un matrimonio en el que son dos apoyándose para sacar a un niño adelante.
Mensajeros de la Paz también tiene cuatro casas de acogida para víctimas de violencia donde las mujeres encuentran protección y calor huyendo de una convivencia o de una vida conyugal, muchas veces canónicamente establecida, que ha sido un infierno. Llegan heridas en el cuerpo y en el alma. Muchas acuden con sus hijos, heridos de igual modo. Algunas lo hacen embarazadas. Ellas también son “familias monoparentales”. ¿A todas ellas les vamos a negar una ayuda sólo por defender un determinado modelo, el “nuestro”, sólo por proteger al tipo de familia basado en un matrimonio bendecido en una iglesia?.
Piense el Portavoz, piense la CEE, piensen algunos cristianos que las medidas del gobierno son sólo de fomento de la natalidad, sino de ayuda real, que sirve para paliar necesidades urgentes, y perentorias. Tan urgentes de atender como a un niño que llora.
Creo que mi voz no será la única, ni en la sociedad española, ni en el seno de la Iglesia en nuestro país. Espero y deseo de corazón oír la voz de los obispos, o de alguno de ellos; palabras que aclaren y que valientemente defiendan a todos los niños y a todas sus madres.
