La Fundación Santa María, siguiendo su meritoria labor, acaba de ofrecer los resultados del último estudio sobre la situación de la juventud española. El informe Jóvenes españoles 2005 supone un paso más en el proceso dibujado por las sucesivas encuestas desde hace más de veinte años y ofrece un panorama sencillamente desolador sobre las opiniones, actitudes y posturas de la juventud española en relación con el cristianismo y, de forma muy especial, en relación con la Iglesia.
En los últimos diez años los jóvenes que se consideran católicos han pasado del 77% a menos del 50%; el número de los que creen en Dios ha descendido diez puntos desde 1999, mientras el de los que se declaran ateos, agnósticos e indiferentes se eleva al 46%; casi el 70% afirma no asistir nunca o casi nunca a misa y sólo el 5% lo hace semanalmente. Finalmente, la Iglesia ocupa el último lugar en el aprecio de los jóvenes, por detrás incluso de las empresas multinacionales.
Por las mismas fechas, la Conferencia Episcopal Española ha publicado su Instrucción Pastoral Teología y secularización. Los obispos no parecen tener una visión mucho más positiva de la situación, ya que su documento reconoce la “secularización interna de la Iglesia”, lamenta la existencia de una sociedad “tentada de apostatar silenciosamente de Dios” y constata que “en muchas familias se ha quebrado la transmisión de la fe”.
Pero cuando en esas circunstancias habría cabido esperar de los Pastores de la Iglesia una llamada a la reflexión sobre tales datos, a un profundo examen de conciencia y a la conversión de todos los que formamos parte de la Iglesia, la Declaración procede a una durísima invectiva contra “algunas propuestas teológicas deficientes”, a las que las notas a pie de página se encargan de poner nombres; contra determinadas formas de concebir y vivir la vida consagrada; y contra grupos eclesiales que estarían viviendo un “disenso silencioso” en relación con la Iglesia.
La lectura del documento ha producido verdadero dolor en muchos cristianos por la simplificación y, tal vez, tergiversación de las doctrinas y las posturas a las que se refiere, por el tono acre y desabrido del conjunto del texto y por la injusticia que supone atribuir a los teólogos, miembros de la vida consagrada y grupos incriminados intenciones y consecuencias tan graves como “transformar la misma constitución de la Iglesia para acomodarla a las opiniones del mundo”, dañar la unidad e integridad de la fe y la comunión de la Iglesia, “proyectar dudas y ambigüedades respecto a la vida cristiana”, haber influido en la crisis vocacional de los últimos años y hasta abrigar el deseo de provocar un “desierto vocacional”, y ser responsables de la quiebra de la transmisión de la fe.
Extraña además que los obispos hayan podido producir un texto de esa naturaleza sin sentir la necesidad de revisar sus formas de ejercicio del ministerio episcopal y sin practicar la más mínima autocrítica en relación con ellas.
Somos muchos los cristianos que, interpelados por la gravedad de la crisis del cristianismo en España y por la pérdida de credibilidad de la Iglesia, a la que todos contribuimos y que todos padecemos, deseamos ardientemente para todos sus miembros la recuperación de la alegría y la radicalidad del Evangelio.
Para ello creemos indispensable una reflexión valiente y lúcida sobre la situación y un diálogo sincero y respetuoso de todos: obispos y presbíteros, miembros de la vida consagrada, teólogos y fieles laicos y laicas que estamos y nos sentimos implicados en ella. Todo, naturalmente, en el único clima digno de una comunidad cristiana, el que crea la caridad fraterna, norma suprema de la vida y la acción de todos los discípulos de Jesucristo.