Lo que voy a contar es rigurosamente cierto. Y es interesante reflexionar sobre estos hechos porque nos pueden hacer pensar en nuestra forma de asumir el pluralismo que tiene de hecho nuestra comunidad. Pero vamos a dejarnos de moniciones introductorias y vamos a los hechos.
Nos situamos en una ciudad de tamaño medio de una provincia española. Estamos en los años 90, en plena democracia. Oficialmente hemos superado aquellos tiempos del nacional-catolicismo en los que las autoridades eclesiásticas tenían autoridad suficiente como para hacer a veces que se terminase moviendo según su voluntad el brazo de la autoridad civil. En la ciudad gobierna la izquierda pero no se nota demasiado en la vida diaria. Los ciudadanos respiran un cierto ambiente democrático. Todo el mundo se siente con derecho a decir su palabra.
En ese mundo pequeño existe una parroquia. La parroquia de siempre. Ha llegado un cura nuevo. No es joven, porque en los noventa ya no hay muchos de esa especie en esta España nuestra. Pero trae ideas nuevas. Además, sustituye a un párroco de esos de toda la vida. Uno que se había dedicado básicamente a sentarse en el confesionario y atender a algunas viudas ricas de las que sacó más de una herencia con la que erigir nuevas iglesias en la ciudad que crecía y crecía durante los años del desarrollo. El nuevo párroco no tuvo una buena recepción. Las devotas que habían gobernado la vida de la parroquia durante años vieron con claridad el intento de marginarlas de las zonas de poder parroquial. Y se aprestaron a defenderse. Con todas sus armas. También con las armas que les prestaba la todavía joven democracia española.
Conflicto en la cofradía
El conflicto, naturalmente, llegó. Estalló en la cofradía. Los cofrades, mejor “las” cofrades querían hacer la procesión tradicional a su manera. El párroco quería cambiar el estilo. Saltaron las chispas. El párroco convocó a todos a la comunión eclesial. Intervino el obispo haciendo una llamada a lo mismo y recordando a “las” cofrades que la cofradía estaba sometida a la autoridad de obispo y que era éste el que debía aprobar sus estatutos.
Se declaró una guerra abierta en la ciudad. Todo eran dimes y diretes. Reuniones en la parroquia. Intentos de mediación. Negociaciones de paz. Invocaciones evangélicas. Nada lograba apaciguar los ánimos. Los golpes de mano, todavía verbales, se producían en cualquier esquina de la ciudad. Hasta que llegó el golpe definitivo.
Nadie sabe muy bien cómo pasó pero pasó. Aquellos cofrades habían hecho una suscripción popular para comprar una imagen de la Dolorosa, ponerla en la Iglesia y sacarla en procesión durante la Semana Santa. La imagen, ya comprada estaba en la Iglesia. Los diálogos con el obispado, empeñado en aquella cofradía adaptara sus estatutos al nuevo Código de Derecho Canónico daba por supuesto que aquella imagen pertenecía al patrimonio de la parroquia y, por ende, del obispado. Se marcó un día para una reunión entre un representante del obispado y “las” cofrades. Como era de esperar, no se llegó a ningún acuerdo. Y entonces, al terminar la reunión, sucedió lo inesperado: la imagen de la Dolorosa “desapareció” de la parroquia y “apareció” en la casa de la jefa de “las” cofrades.
A partir de aquel momento en aquella casa se organizaron rezos, rosarios, celebraciones de la palabra. Era la rebelión de los laicos que no necesitaban un cura para hacer sus propias celebraciones y devociones. Vale, eran laicos conservadores, “carcas” si se quiere. Pero ellos querían hacer su procesión a su manera y no entendían por qué la parroquia y el obispado les debían imponer otra manera diferente.
Manifestación de fe
Han pasado los años. En la ciudad sigue gobernando la izquierda. Es Semana Santa. En todos los comercios de la ciudad hay un cartel bien grande que anuncia una “Manifestación de Fe” con la imagen de la Dolorosa promovida por una “Asociación X” y apoyada por el Ayuntamiento de la ciudad. En la parte de arriba y con letras grandes se informa de que la manifestación de fe tendrá lugar el Viernes Santo.
La gente de la ciudad está dividida. Bueno, en realidad la gente que está dividida es la que va a misa que no es mucha. Desde hace años, la procesión laica sale por las calles de Torrelavega. La gente va y reza, acompañando a la Virgen Dolorosa. Los curas ven esa manifestación como un ejemplo de falta de comunión. Ya hasta los más conservadores se escapan a su control.
Diálogo incluyente
A mí se me ocurre una reflexión final. Para los curas y los obispos, gobernar una comunidad pluralista y de personas adultas es mucho más difícil que gobernar una comunidad de obedientes ovejas. Pueden aparecer grupos progresistas pero también grupos conservadores. Con todos hay que dialogar. Con todos hay que aprender a formar comunidad. Con todos, incluyendo y no excluyendo, es como se hace la verdadera comunión.
Para los cristianos todos habría que recordar, nos tendríamos que recordar, que nadie en esta iglesia tiene la clave definitiva para la interpretación del Evangelio. Que nadie tiene el poder de excluir a otros y decir que su forma de leer el Evangelio es la mala. Que nadie puede declarar que lo que el otro –también miembro de la comunidad cristiana– lo que hace y dice es fruto de la mala voluntad.
En definitiva, Jesús jugó siempre al juego de incluir y nunca al de excluir. Esta Iglesia nuestra sobrevivirá, seguirá siendo fiel al Evangelio, sólo en la medida en que seamos capaces de incluir a todos, también a los que piensan diferente, de mirarlos con respeto y de convivir en paz. Si no lo hacemos, esta comunidad eclesial terminará como el rosario de la aurora. Cada uno echando su cuarto a espadas y todos pretendiendo tener la verdad. ¡Que Dios nos pille confesados!