Las últimas intervenciones públicas de la jerarquía católica española (orientaciones en torno a las elecciones del 9M, manifestaciones en defensa de la familia tradicional, batalla contra la asignatura “Educación para la ciudadanía”…) han abierto de nuevo en España un debate general sobre las relaciones Iglesia-Estado.
Todo este revuelo parece un síntoma claro de que nos encontramos ante un tema abierto y necesitado de clarificación entre muchos de nosotros. Con esta finalidad, nos permitimos avanzar algunos principios y ciertos interrogantes.
1º. Los obispos católicos –al igual que cualquier otro colectivo- tienen derecho a expresar sus opiniones, por supuesto. Pero, al irrumpir en el terreno público, éstas están sujetas también a la crítica, sin que ello suponga animosidad ni anticlericalismo. Se trata de un proceso normal en una sociedad democrática, por principio, plural. ¿Está la jerarquía católica preparada para asimilar positivamente este juego político legítimo? El victimismo puede ser la expresión de que esta pregunta se responde en negativo.
2º. ¿Cuál debe ser el contenido de estos posicionamientos? Evidentemente, habría que dar por supuesto que nunca deberían ser los principios religiosos propios del catolicismo, en un intento de hacerlos extensivos a toda la sociedad: para eso existen otros púlpitos. En el caso de entrar en cuestiones debatidas políticamente ¿no correrán el riesgo de aparecer sus autores como un grupo político más o, incluso, de ser confundidos con una posición política concreta?
3º. Por supuesto, parecería más correcto que esas intervenciones se centraran en la invitación a profundizar en los grandes principios ético-democráticos. Y en esta perspectiva, evidentemente, hay un campo inmenso al que hacer referencia: necesidad de renovar y dignificar la vida política, más allá de insultos, descalificaciones y crispaciones; conveniencia de acentuar cauces que faciliten el diálogo, la negociación y el consenso; lucha contra la corrupción; búsqueda de los intereses comunes frente a los particularismos; preocupación por las capas sociales más desfavorecidas; contribución a la paz y a la protección del medio ambiente; acogida a los inmigrantes, más allá de xenofobias y racismos más o menos encubiertos…
Estas preocupaciones y compromisos por crear una vida pública solidaria y democrática deberían estar en la base de la vida de cualquier colectividad. Los grandes valores evangélicos podrían aquí aportar un sentido religioso profundo a estas opciones políticas. Pero aquí, inevitablemente, surgirían preguntas nada retóricas; por ejemplo, ¿es la Iglesia católica un modelo de convivencia para invitar con legitimidad a que otras comunidades practiquen estas virtudes democráticas?
4º. Dando por supuesto todo lo anterior, estas intervenciones deberían respetar principios tan enraizados en la doctrina de la Iglesia postconciliar como la autonomía de las realidades terrenas, la legítima pluralidad de las opciones políticas y la mayoría de edad de los ciudadanos. Y no sólo en teoría, sino también en las aplicaciones. La vida política tiene su propia dinámica interna que la legitima o deslegitima sin necesidad de que nadie, desde instancias externas (religiosas o de cualquier otra índole), tenga que dar el visto bueno o llamar al orden.
Cada ciudadano, desde su propia conciencia, tiene elementos suficientes para saber cómo y porqué debe votar de una u otra forma. Todas las opciones políticas defienden formas diferentes de entender el bien común.
Por tanto, es muy válido recordar que “los católicos pueden apoyar partidos diferentes y militar en ellos”; pero es tremendamente peligroso dictaminar cuándo y porqué “no todos los programas son igualmente compatibles con la fe”… En esta bajada a lo concreto, es difícil no estar mezclando posturas políticas personales, que entrarían en discrepancia con otros análisis igualmente legítimos.
5º. Otra gran pregunta nos surge cuando se oye hablar “en nombre de la Iglesia”, aunque sea a la jerarquía católica: ¿quién puede sentirse teológicamente legitimado para hacer tales declaraciones? ¿A qué se refieren al decir Iglesia, a los obispos o la comunidad universal de creyentes, Pueblo de Dios? ¿Cuáles son los principios de la iglesia, los defendidos en el Vaticano II o los de las declaraciones antimodernistas?
En el interior de la Iglesia hay muchas formas legítimas de entender y vivir el Evangelio: así lo atestigua el libro de los Hechos y no de otra forma puede entenderse que en la misma iglesia quepan el Opus, las comunidades contemplativas, la Compañía de Jesús y las comunidades de base…
Pero esta última cuestión nos llevaría a otro debate abierto: qué modelo de comunidad de creyentes en Jesús parece más acorde con el Evangelio. Y esto lo dejamos para otro momento.
12 de Febrero de 2.008
EQUIPO DE PRENSA DE MOCEOP