Enviado a la página web de Redes Cristianas
Ayer escribí sobre la carta que unos pseudo intelectuales, -¿teólogos?, lo dudo muchísimo- ofreciendo al papa Francisco una «corrección «filial». Remito a mis lectores a ese artículo, en el que reconozco que fui duro, y, creo, convincente. A mis 75 años de vida he aprendido, y, sobre todo, fijado, algunas cosas esenciales. Porque, de joven, aprendes, pero no fijas lo suficiente, y demuestras otra vez el dicho universal de que «el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra». En mi caso, en muchas ocasiones, la piedra era mi disposición acrítica, y, excesivas veces, un tanto ingenua, pero de ingenuidad mala, de la bobalicona, a considerar que las personas que ostentaban altos cargos en la Iglesia, eran preclaras, sabias, preparadas, y hasta excelentes.
Ahora, ¡y más vale tarde que nunca!, he descubierto, hace ya unos cuantos años, que esa disposición y esa consideración no tenían fundamento «per se», es decir, mientras esos superiores constituidos en autoridad no demostrasen, en el ejercicio de su misión y de su cargo, esa valía que yo regalaba generosamente. Así que puesto a observar, a esperar recibir un alimento intelectual, teológico, pastoral, filosófico, o, simplemente cultural del más elemental, me he dado muchas más veces de las que hubiera imaginado, o pudiese, siquiera, sospechar, que tras las opalandas suntuosas, y la fachada de impresión, dentro, no había nada, cero, vacío. No lo digo con altanería, ni mucho menos con desprecio o desconsideración hacia muchos jerarcas de la Iglesia, sino con ánimo de reconocer la verdad: me he encontrado con muchos de ellos, que ni en lo humano y personal, ni en lo eclesial y evangélico, ni en lo intelectual ni en la disposición de ánimo, tenían grandes cosas que ofrecer; más bien, pocas y pequeñas.
Así me han parecido los que escribieron la carta que comenté ayer, entre los que no se encontraba sino el obispo Fellay, de los lefebvrianos, al que ayer se sumó a la lista el obispo emérito de Corpus Christi en los EEUU, René Henry Gracida. Dos obispos entre más de cinco mil (5.000) que hay en la Iglesia, uno cismático, y otro obispo auxiliar retirado. Y entre los restantes hasta llegar casi a medio centenar, ningún nombre relevante. No quiere decir esto decir que las opiniones valen, y son meritorias, según los títulos y más o menos altisonantes, sino al revés: a la luz de las pocas luces, y falta de lógica y de pensamiento claro, profundo y propio, sin repeticiones machacantes y cansinas, se puede inferir la poca categoría intelectual y profesional de los firmantes. Sucede mucho, demasiado, y hay que reconocerlo, que algunos se consideran teólogos porque saben citar muy bien, casi de memoria, documentos enteros del Magisterio Eclesiástico, tanto de Concilios, como de Sínodos, o de encíclicas y decretos papales. No es eso Teología. Todos esos datos los tiene, mucho más exactos y organizados, un buen programa de Internet, y éste ni sueña con la Teología. Los primeros cristianos solían afirmar que la Teología es «una especie de poesía, de música, que el ser humano crea para acercarse a Dios».
En Alemania no tienen al cardenal Müller por gran teólogo, ni demuestra serlo con sus intemperancias y salidas de tono, como la propuesta de una «disputatio theológica», disputa teológica, pública, como en plena Edad Media, entre una representación de las tesis de los críticos papales, y el propio Muller, y, por otra parte, el Papa, con algunos de los que defienden sus tesis. ¿Cabe mayor disparate e insensatez? Considero al cardenal alemán, como me he expresado en el párrafo anterior, un mero repetidor de enseñanzas y proposiciones que el paso de los siglos, y la pereza de los hombres, ha ido consagrando como parte del depósito de la Revelación, cuando, en mucho casos, no deberían gozar de esa consideración. Pienso que sería muy beneficioso, y haría un gran bien a la Iglesia, que se depurasen las listas y elencos clásicos, y tradicionales, de afirmaciones y asertos con la vitola del Magisterio de la Iglesia, y se diera más importancia, brillo, y aquiescencia, a los postulados claros, diáfanos, y, muchas veces indiscutibles, por encima de toda Filosofía y pensamiento humanos, como diría San Pablo, derivados de una lectura fiel, leal, humilde y respetuosa de la Palabra de Dios.
Y, para acabar, es hora de que nadie, en la Iglesia, confunda estos conceptos tan diferentes: la Teología no es el Dogma, sino la manera diferente de explicarlo, de intentar acercarlo a las mentes pequeñas y sencillas de los hombres, a través de diferente escuelas, que no tienen que ser perennes ni invariables; y la Fe no es la simple, pura y fría adhesión a una lista de proposiciones dogmáticas, sino la actitud valiente y confiada de quien se echa en las manos de aquel que ha resucitado a su Hijo de entre los muertos, para nuestra salvación y nuestro bien.