El balance del viaje de Benedicto XVI al Reino Unido, la primera visita de Estado de un Papa a la tierra del anglicanismo, es positivo. La profusión de manifestaciones contrarias que se han producido estos días debe evaluarse en su justa medida, puesto que muchas personas ven en el Papa la encarnación de problemas que nada tienen que ver con la Iglesia. Ha servido para dar cohesión y alimentar a la comunidad católica del país, apenas el 5% de la población, y para dar respuesta a algunas de las cuestiones más espinosas.
Presionado por el ambiente hostil de la opinión pública y de la mayor parte de los medios de comunicación -que tras el viaje han suavizado sus críticas-, el Pontífice ha entonado un claro mea culpa en torno a los casos de pederastia protagonizados por clérigos. Los «crímenes atroces», como les llamó, no fueron abordados de «forma suficiente» por la Iglesia. Por eso, en el futuro habrá que hacer «frente de manera suficiente a las demandas que se presenten», según dijo en Birmingham en su última jornada británica.
Se trata de un paso adelante, sin duda. Pero conoceremos la profundidad y la trascendencia de ese acto de contrición cuando veamos a la Iglesia colaborar con las autoridades civiles de forma directa y rápida para apartar de la sociedad a quienes cometen esos crímenes. De esta forma será creíble -aunque no se comparta- el discurso del primer día de gira, cuando Ratzinger pidió a los políticos que se dejen guiar en su actuación por la religión antes que por los dictados de las encuestas y las conveniencias del momento.