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Ayer, el evangelio que fue leído en las misas, y que reproduzco más abajo, fue del evangelio de Lucas, 21 5-6, en este domingo 33º del tiempo ordinario de la liturgia católica de rito romano. (Hago esta precisión porque también hay católicos de rito oriental; lo de católico romano no dice referencia a la esencia del catolicismo, sino al rito. Por ejemplo, al decir un madrileño «soy católico, apostólico, romano», no se refiere a la pertenencia a una determinada confesión cristiana, porque todas ellas, para serlo, ¡cristianas!, tienen que ser católicas, es decir, abiertas a todas las personas, de cualquier nacionalidad o grupo étnico, o clase o cultura. Por eso la manera más exacta y correcta de afirmar su pertenencia un católico madrileño sería «soy católico, apostólico, madrileño, de rito romano»). Bien, pues hechas estas oportunas aclaraciones, paso a reproducir el texto lucano.
«Como dijeran algunos, acerca del Templo, que estaba adornado de bellas piedras y ofrendas votivas, él dijo: «Esto que veis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida.»» (Lc 21, 5-6)
En mi homilía, me referí, sobre todo, a este texto, insistiendo en estos dos aspectos: 1º), la relativización que hace Jesús hasta de las cosas más importantes, y que la conciencia popular estima que sean eternas. Y 2º), la aplicación a la importancia de saber relativizar todo, menos el único absoluto que admite un creyente, que no es Otro que Dios, y lo que a ?l se refiere directamente en nuestra fe, como la figura de su Hijo Jesús, por ejemplo.
1º) La relatividad del culto, y del templo, en la fe judeo-cristiana. Ya en el Antiguo Testamento, (AT), en los grandes profetas, como Isaías, Jeremías, y, sobre todo, Ezequiel, que, para mayor ironía era sacerdote del templo de Jerusalén, y que «como oráculo fiel de de Yavé» denunció todas los abusos, abominaciones, e idolatrías que con el pretexto de la seguridad que les daba el templo, cometían contra su pueblo, vemos un inequívoco posicionamiento de sospecha de la peligrosidad del propio culto, del que hombres sin escrúpulos podían aprovecharse contra la ingenuidad del pueblo. Vemos en esas actitudes proféticas una incipiente advertencia, primero, y una severa condena, después, hasta el final del AT, de la religión natural, como mecanismo de control, de sometimiento, y de opresión, de las clases altas, aristocráticas, y adineradas, sobre el pueblo dominado y sumiso. La casta de los saduceos es un paradigma de esta deriva peligrosa y deleznable del sometimiento esclavo de las gentes sencillas, ante los autoproclamados portavoces, representantes, e intermediarios de Dios.
Fue Jesús de Nazaret quien deslindó, de una y definitiva vez en la Historia, la peligrosa sujeción de las conciencias, producida, provocada e inducida, por los intermediarios, gurús, hechiceros, o sacerdotes, de las Religiones naturales, de la actitud libre, juiciosa, crítica, y lúcida, que la Revelación de un Dios cómplice, connivente, y aliado con la humanidad, promueve en los fieles que escuchan su voz, desde la libertad y la autonomía de conciencia. Pienso que es, más o menos, lo que quiso decir Karl Marx, ese hombre bastante más clarividente y lógico que lo que se puede desprender de una fama interesadamente adversa, cuando soltó su famosa y controvertida sentencia, para mí válida, certera, y llena de sentido: «La Religión es el opio del pueblo».
En este sentido, Jesús es un profeta arreligioso, que observa y denuncia implacablemente el abuso y la tiranía de la religiosidad natural, instrumento letal en manos de personajes que manipulan sin escrúpulos, las sentencias, palabras y preceptos de un dios, o de unos dioses, en los que no creen. Y convierten ese cuerpo de doctrina en un código moralista ciego e implacable. «Ay de vosotros, fariseos hipócritas, que coláis el mosquito, y os tragáis el camello». Este moralismo implacable y castrador es el que denunció el Maestro con esa, y otras frases lapidarias. Y, desgraciadamente, esto es lo que se ha hecho con la Revelación cristiana: convertirla en una Religión, provechosa en las manos de un cuerpo de clérigos, muchas, más veces de las apropiadas, implacables con las pretensas obligaciones de los fieles, a los que se ha cargado con pesados fardos, «y que no levantan ni una mano para ayudar a cargarlos».
Voy a contar ahora una anécdota que viene muy al caso. Esta mañana, en el programa «Las mañanas de la uno», de TVE, han entrevistado a Kenneth Martin Follett? (Cardiff, Gales; 5 de junio de 1949), más conocido como Ken Follet, autor de novelas de inclinación histórico-artísticas, como la «Caída de los gigantes», o el bombazo «Los pilares de la tierra», un paradigma de best seller moderno. Preguntado, como gran amante del arte románico y gótico, sobre su reacción ante el incendio de Notre Dame de París, y si esa tragedia no era tal vez una parábola de la decadencia de los valores más profundos de Europa, y hasta de su posible destrucción, ha respondido: «En gran parte, sí, porque el que se quemase la catedral era algo imposible, ¡verdad!, porque pensábamos que la catedral era eterna. Y ves en la tele que se está quemando, y es un choque horrible. Yo, incluso, me puse a llorar. Yo pensaba que los países europeos nos iríamos unir cada vez más, y ahora contemplo cómo nos queremos separar». (Esto último lo decía a propósito del brexit).
Esta sensación infantil de perdurabilidad, casi de indestructibilidad, de las cosas que amamos, y de los entornos geográficos, históricos y artísticos, es muy común, y es un agarradero que tiene el ser humano ante su ansia y necesidad de seguridad. Es la que tenían los judíos hacia su bella capital y su imponente templo. Y es la que muchos católicos tienen sobre la perdurabilidad de la Iglesia, «y las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella», algo que yo creo no se refiere, en boca de Jesús, a la Iglesia-institución, en la que nunca pensó, sino en la Iglesia-misterio, obra de Dios como luz y esperanza en el mundo, a partir de discípulos de Jesús que aman al enemigo, que perdonan, que ponen la otra mejilla, y que son testigos del Reino de Dios, y de las Bienaventuranzas.
2º) Un breve escarceo sobre la importancia del relativismo. Es, pues actitud muy seria y prudente, la de relativizar todas las cosas, que son, por definición, contingentes. Y afirmar y proclamar un solo absoluto, que, para los creyentes, es no cualquier idea abstracta de Dios, sino alguien concreto que nos ha revelado Jesús: «Dios es la padre de Jesús». Y por eso solo absolutizamos a Dios y todo lo que nos relaciones directamente con ?l. Nuestro gran profesor de Historia de la Iglesia, padre Miguel Pérez del Valle, ss.cc., nos decía con frecuencia en sus clases que no se puede tener un buen horizonte intelectual sin un sano relativismo. Jesús, en el Evangelio, nos ayuda y enseña a relativizar las cosas, pues «una sola es necesaria, y ella, (María, hermana de Marta), ha escogido la mejor parte». Es decir, entre hacer cualquier cosa, y escuchar la Palabra de Jesús, esto es prioritario, y, para un creyente, casi un absoluto.
El problema contra el relativismo se presenta cuando alguien invoca directamente una idea, o, más decisivo, todavía, una ley, dadas por Dios. Eso es lo que hace, de modo improcedente, pero altamente interesado, quien invoca el «iure divino», (por «derecho divino»), como hacen los adeptos de la corriente filosófico-jurídica conocida como ius-naturista, y usada generosamente por la Jerarquía de la Iglesia, en su apoderamiento de lo que se ha dado en llamar «Magisterio eclesiástico», de tan indudable tradición eclesiástica, como más que dudable soporte en el Evangelio, y en la enseñanza de Jesús.
Y este uso pródigo y prepotente del Derecho emanado directamente de Dios, y conocido por mentes privilegiadas, de comunicación directa e ininterrumpida con Dios, se vuelve peligroso, y un fardo insoportable, cuando se aplica a las normas de comportamiento humano, es decir, a la Moral, pues ésta porta en su adn, como nota esencial, su carácter cambiante y relativo, como el concepto de costumbre, que está por debajo de la palabra latina mos-moris. Y desde los últimos descubrimientos de la ciencia antropológica, es indudable que aplicar la «Ley natural» a la moral, y a la legislación humanas, está absolutamente fuera de lugar. Por eso, desde la sencillez y humildad de este blog, afirmo, con mi gran profesor, que sin un sano relativismo no hay, ni cabe, desarrollar un buen horizonte racional.