Enviado a las página de Redes Cristianas
El poder teme a los librepensadores y el intelectual es el librepensador por antonomasia; piensa diferente, pese a que lo que dice es parte del raciocinio de la mayoría, eso sí, que no sufre la influencia enfermiza de un credo o de un periodismo desvirtuado o no siente las bridas de un régimen político. De ahí la hostilidad hacia el intelectual, tanto por parte del poder como de las facciones conservadoras y ultraconservadoras.
Próximo al intelectual puro está el literato innovador o rompedor. El intectual puro es directo. El literato envuelve su ideario en el tráfago de los diálogos y de su narrativa. Por otro lado, el intelectual en una u otra forma es raro que no cambie más o menos ostensiblemente a lo largo de su vida. Pero no cambiafácilmente de ideas. Pero cuando cambia suele ser tras mucho tiempo y por circunstancias graves: como puede ser la guerra o una revolución. “La gran mentira de los intelectuales”, no traducida al castellano, de Paul Johnson, es buena muestra de esos cambios. También de las contradicciones entre el discurso del intelectual y su modo de actuar en ocasiones. Incongruencias que el autor de dicha obra llama “mentira” y yo las llamaría “miseria”. No es que cambiar de idea o de opinión sea reprochable, pues puede considerarse normal e incluso saludable tanto en el caso de la persona común como en el del intelectual.
E incluso es proverbial afirmar que es propio de sabios. Ahora bien, si cambiar razonablemente de opinión dice mucho en favor de la elasticidad mental de una persona, cambiar a menudo de opinión es una frenopatía, que en el caso del político es sociopatía y en el caso del intelectual un trastorno severo de la personalidad que desprestigiará su imagen en vida, aunque no afecte significativamente al interés y al valor de su obra. Y esto sucederá sólo cuando estemos ante el genio… quien muy difícil será que incurra en semejante desatino. La tensión vital del intelectual, ese que escribe y al mismo tiempo se esfuerza en ajustar su vida a las pautas, anhelos y aun utopías de sus ideas plasmadas en su escritura, es un dato importante para valorar no sólo su persuasión, sino también el grado de credibilidad que merece.
Por eso, si la vida material de quien se tiene por intelectuales holgada por su esfuerzo, por azar o por simple suerte, le conviene no llamar demasiado la atención sobre su vida personal. Importa ser incisivo y original en sus ideas, pero discreto. Discreto y prudente, pues la prudencia que algunos en este caso llamarán tibieza, aconseja no tomar partido por causa alguna, salvo que en la causa atisbe el intento de enfrentarse a la injusticia manifiesta, al atraso y al atavismo que, salvo periodos cortos de tiempo de su historia, eventualmente reinaron y reinan en el país de cuyos episodios y avatares trata. Por eso, no debiera mover a demasiado asombro si el cambio de parecer es puntual. Pues mantener toda la vida una integridad psíquica y moral notable, es decir una perfecta cohesión entre ideas y conducta personal exige un esfuerzo tan titánico, que parece no es posible en ser humano alguno.
El propio Goethe, intachable como genio, si bien en circunstancias graves, dijo una frase que ha pasado a la posteridad: «Prefiero cometer una injusticia antes que soportar el desorden» (respondiendo con ella taxativamente a la pregunta de los clásicos “¿es preferible consentir la injusticia que cometerla?”). Aserto concluyente que en principio le haría a uno vacilar sobre la integridad moral e intelectual de Goethe. Pues hasta el intelecto común entiende que no hay peor ni más grave desorden que la injusticia sostenida, aunque en principio no se haga visible en la calle. Pues persistiendo la injusticia, acaba siendo la causa de la causa del desorden que Goethe no soportaba. Pero claro, en el momento que dijo “prefiero la injusticia al desorden” el autor del sublime Faust era Consejero de la República de Weimar…
Por otra parte, el intelectual, como el literato, han de desplegar un rico vocabulario para concentrar el máximo de conceptuación. El promedio de los hablantes, de 283 mil que aproximadamente compone el vocabulario español, usa 300 palabras para comunicarse. Es decir, el 0,10% de las posibilidades que ofrece el idioma. La lengua española es un océano, pero apenas usa de él una gota. Una persona que lee periódicos, alguna novela, revistas especializadas impresas o en internet, usa cerca de 500. Un novelista, un literato, un intelectual, unas 3 mil palabras. Cervantes usó 8 mil, cerca del 3% del idioma del que es padre. (Marco Martos). Me atrevería a asegurar que los políticos apenas pasan de 400. Pues su interés por llegar a “todos”, le empuja a la reiteración, a la redundancia, a evitar cultismos y a esquivar sinónimos… por si acaso.
Por consiguiente, la persona común y los políticos se valen de un vocabulario que apenas cabe en un pañuelo. La reiteración deliberada del político para propalar prejuicios, eslóganes y tópicos que influyen, y mucho, en el elector-masa, reduce considerablemente su vocabulario. Y mucho más si tenemos ante nosotros al reaccionario, al conservador o al ultraconservador. Y es así cómo tanto el político como el filisteo, es decir el espíritu vulgar, con quien mejor conecta, bordean constantemente una batería de prejuicios que cierran el paso a la matización y al lema inglés to learn to discriminante, aprender a discriminar. Esa limitación del vocabulario les llega por el predominio de la visceralidad sobre el raciocinio. En resumidas cuentas, en lo social y en política creo que todo eso podríamos decir que es ley.
El intelectual reflexiona sobre todo y desde toda perspectiva, poniendo así el dedo en la llaga. Pero no como una arenga, si no en términos propositivos y sugerentes. Responde, por otro lado, a un talante pero también a la necesidad de reflexionar sin descanso. A cambio de nada, interpreta la realidady la analiza tomando la mayor distancia posible del objeto de su observación y reflexión; cuidando no concurrir con los parámetros del periodismo al uso que busca el impacto en lectores y audiencias. Como el médico o el sacerdote en su mandato hipocrático el primero o su misión pastoral, moral al fin y al cabo, el segundo, no descansa. Lo que no significa que pueda eventualmente decir o hacer, o decir y hacer estupideces. Pero siempre llevarán éstas el marchamo de su ser… intelectual y la segura humildad en reconocerlas.
Desde luego el intelectual no enseña y menos adoctrina. Su “misión”, si no se contenta con el ejercicio del librepensamiento, es alumbrar, sugerir y activar el pensamiento de otros a partir de sus ideas; interrogarse y evitar lo categórico, no tratar de aleccionar al mundo, ordenar sus ideas y plasmarlas en la escritura que es el espacio apropiado de su fragua. Ninguna causa específica merece su fervor y menos la abraza, pues significaría un salto de la idea a la ideología y del intelectual al ideólogo. Eso, ya lo decía antes, a menos que se sienta atraído por la causa de los débiles sociales; es decir, de quienes sufren los abusos del poder, de la opulencia y de la injusticia graves.
Si el intelectual es influyente en la sociedad, recogerá la cosecha quizá cuando ya no viva, pues sus ideas cuajarán tras un proceso prolongado de maduración. Rousseau y los enciclopedistas “prepararon” la Revolución de 1789, casi medio siglo antes. Pues, sobre todo, el intelectual discurrirá como si, sin perder de vista el suyo, habitase otro planeta y desde él examinase el mundo. Por eso no adoptará una posición mental rígida, demasiado perfilada y demasiado definida. No por preferir la ambigüedad para no comprometerse o por cualquier otro motivo, sino porque es su “deber” deslizarse suavemente por la pendiente del relativismo, de la equidistancia y de los efectos del uno y de la otra en quienes le conocen. Sugerir e influir es mucho más valioso que mandar o dirigir. No obstante, no todo intelectual tiene esa vocación.
Entre los intelectuales de todos los tiempos, y también de estos tan escasos de intelectuales de talla, en situaciones sociales críticas unos sienten el deber de rebelarse ante ciertos acontecimientos, pero otros en cambio sienten el suyo de contribuir a reforzar lo establecido. Y otros, quizá más imperecederos, considerando esos acontecimientos como devenir de la sociedad humana, se limitarán a dejar constancia de su estudio y examen de los mismos, así como de las causas profundas de procesos cíclicos, repetitivos o similares con distinto aspecto, en el inagotable libro de la vida y de la Historia. Pero estos son el cronista y el historiógrafo.
Por último, el intelectual no puede permitirse ser antojadizo. Los cambios en sus ideas, ya lo he dicho, son diríase inevitables e incluso saludables. Pero si su discurrir le permite cambios sin sonrojarse, será en materias en sí mismas tornadizas, como ciertas costumbres o una moral pacata, ambas embridadas largo tiempo por periodos de tiranía. Pero no se le intentará, cambiar valores e ideas intemporales y eternos: nada en exceso, por ejemplo. Será tolerante con el tolerante; valiente con el intolerante; condescendiente con los demás en la medida que exigente consigo mismo; estimulará la aristocracia del espíritu. Y siempre se apartará o se enfrentará a quienes han probado lo bastante su miserable catadura de los impostores sociales y de los villanos que de algún modo encarnan el patrocinio de la injusticia social o la cometen, pero también de quienes la consienten…
19 Junio 2021