Soy misionero claretiano y desde 1972 vivo en Filipinas. De Becilla de Valderaduey, mi pueblo, fui al seminario y me ordené sacerdote en Salamanca en 1970. El Vaticano II estaba reciente y aproveché la oportunidad de ir a trabajar en una diócesis de aquella tierra. Allí, junto con otros jóvenes misioneros y con el apoyo del obispo, pensábamos organizar una misión renovada, con un nuevo estilo. Ganas de trabajar no faltaban.
Pero sucedió algo imprevisto. Llegamos en febrero y en septiembre, cuando no estábamos todavía siquiera aclimatados, el gobierno impuso la ley marcial en la zona. Había estallado, sin que nadie se lo esperase, la revolución. El MNLF (Moro Nacional Liberation Front) se había levantado en armas contra el gobierno. Y lo que era una isla paradisiaca al sur de Filipinas se convirtió en el escenario de una auténtica guerra civil, marcada por las divisiones étnicas y religiosas. De una parte los musulmanes, levantados en armas contra una marginación de siglos y de otra el gobierno cristiano que pretendía mantener, decía, la ley y el orden.
Nuestro planteamiento de una nueva misión se fue al garete. La situación nos sorprendió totalmente. No estábamos preparados para la guerra, la violencia, los refugiados. La realidad socio-política, especialmente la de los musulmanes, se nos hacía incomprensible. La Iglesia católica los había ayudado, sobre todo con escuelas, pero no se había percatado de la situación real de opresión que sufrían.
Nosotros quedamos entre dos fuegos, el MNLF y el ejército filipino, tratando de atender y alimentar a los refugiados, de enterrar a los muertos y viendo como el odio y la violencia comenzaba a crecer y crecer entre las dos comunidades. Esa situación marcó al equipo. La sufríamos nosotros y la sufrían las comunidades.
Perspectiva histórica
En 1977, cinco años después de llegar, el equipo misionero se sentó a reflexionar sobre lo que estaba sucediendo. Tratamos de analizar seriamente el conflicto, viéndolo en perspectiva histórica. Vimos que había un trasfondo de abandono histórico, de represión, de las comunidades musulmanas, del que no habíamos tomado conciencia antes. Además nos dimos cuenta de que los cristianos eran en aquella zona una minoría. Por otra parte, los obispos de Asia nos planteaban la misión como diálogo. ¿Cuál debía ser nuestra misión entonces? El equipo fue sincero y vio que había que dejar algunas instituciones (parroquias, escuela, colegio, radio…) y entrar en contacto directo con las comunidades musulmanas. Eso en un contexto de violencia, odio y desconfianza. Dos del equipo nos dedicamos a tiempo completo no sólo a prestar servicios a las comunidades musulmanas sino además a trabajar con ellos, a colaborar con ellos. A mí me tocó en el interior de la isla.
Fue el momento más rico de misión que recuerdo. Y de diálogo, por supuesto. Se nos plantearon muchas cuestiones: ¿Cómo y con quién se dialoga? ¿Desde qué punto de partida? ¿Cuáles son los límites de ese diálogo? Todas eran preguntas a las que había que ir dando respuesta sobre la marcha. Creamos un equipo de trabajo donde había musulmanes y cristianos juntos. Había que superar los prejuicios y desconfianzas. Ayudábamos a las comunidades a volver a sus tierras, a obtener de nuevo la propiedad. Pero sobre todo nos dedicamos a la formación comunitaria a partir de las ideas sobre la educación liberadora de Paulo Freire. Dejamos las teorías a un lado y nos acercamos a la realidad de unas comunidades divididas, marcadas por unos acendrados prejuicios históricos y sufriendo la violencia de la guerra civil y la marginación a la vez. De ahí brotó el diálogo de vida. Intuimos que el Evangelio tenía que decir y decirnos algo en esa situación. Dios no nos puede llevar al odio, a la injusticia, a la venganza. Buscamos el terreno común entre musulmanes y cristianos que nos ayudase a todos a crecer según los planes de Dios. A partir de ahí fuimos caminando juntos con las comunidades, muchas de ellas formadas por musulmanes y cristianos conviviendo juntos, trabajando con ellos para construir una auténtica vida de comunidad, ayudándoles a crecer en solidaridad,.
En 1986 me llamaron a trabajar durante unos cuantos años al servicio del gobierno general de mi congregación en Roma pero en 1992 vuelvo al sur de Filipinas. La situación había cambiado mucho y a peor. Había surgido un nuevo grupo rebelde (los Abu-sayyaf) muy agresivo contra todo lo cristiano. Ellos comenzaron con los secuestros, especialmente de extranjeros y entre estos de misioneros. La situación fue empeorando hasta que me pidieron que dejase la isla de Basilan y me fuese a Zamboanga, importante ciudad de la isla de Mindanao.
En Zamboanga he seguido trabajando en una línea que se me hace cada vez más clara: la misión consiste en estar presente en las comunidades en medio de esa situación de conflicto cultural y religioso. Esa presencia se ha ido concretando para mí en dos dimensiones fundamentales: la paz y la justicia. Nuestra misión ha de ser una misión de paz basada en la justicia. Tanto la comunidad cristiana como la musulmana están muy heridas, tienen sus víctimas y sus mártires. Todos sufren la pobreza crónica. En esa situación la paz no surge de la oración o de las muchas palabras a alto nivel sino de una pedagogía concreta que haga que las personas y comunidades asuman que su fe les lleva a apostar por la paz comprometidos con la justicia.
Diálogo interreligioso
El trabajo por la paz y la justicia se realiza a través del diálogo, que es necesariamente interreligioso. El diálogo es parte fundamental de la misión de la Iglesia, aunque no siempre es fácil porque hay sectores, tanto entre los musulmanes como entre los cristianos, que no están abiertos a dialogar. El diálogo se hace real, práctico, concreto, cuando trabajamos juntos para conseguir el objetivo fundamental: conseguir para todos la dignidad humana que es la salvación. Al final, el punto de encuentro de todas las religiones es el pobre (marginado, oprimido, privado de su dignidad). Y la salvación es la salvación de la persona, la dignificación de aquel al que se ha negado la dignidad como persona.
En Zamboanga fundamos Peace Advocates Zamboanga (PAZ). Es un grupo formado por cristianos que colabora con otro grupo musulmán para promover una cultura de la paz. Ahí se da el diálogo que no es posible sino a partir de la diferencia. No se trata de mezclar todo. Se trata de intentar hacer el mismo camino pero siendo muy conscientes de las diferencias, sin caer en la ingenuidad de pensar que todos somos iguales. El terreno común es Dios, ciertamente único, que nos anima a seguir el camino de los pobres. En relación a ellos se probará la autenticidad de nuestra fe pero sin olvidar las diferencias.
El PAZ ha dado lugar a otro movimiento, el Interreligious Solidarity Movement for Peace, en el que están presentes creyentes de todo tipo. Este movimiento es una invitación a todos los creyentes a lanzarse a la plaza pública, desde el terreno común de la fe en Dios y el compromiso por la paz en aquella situación concreta. El movimiento hace un especial hincapié en la educación para la paz.
Además, en favor de los más pobres creamos otra asociación llamada Katilinbang, una palabra del visaya que significa comunidad. Su objetivo es crear comunidades, con todo lo que conllevan de medios materiales pero también de relaciones humanas, de liderazgo, de justicia, etc. Ese trabajo lo hacemos en medio de una situación de violencia que no sólo no ha desaparecido sino que se ha intensificado y globalizado.
Como misionero, me siento en mi sitio, en mi lugar. Ser cristiano exige dar testimonio del mensaje de Jesús en esa situación conflictiva. Debemos asumir que no tenemos capacidad para resolver los problemas. La cuestión es cómo ser honesto y fiel a la misión de la Iglesia aquí y ahora, en una situación en la que unas comunidades están enfrentadas con otras en un clima de violencia. Me preocupa el hecho de que la Iglesia, por miedo u otras razones, se refugia mucho en sus sacristías, en los lugares y ambientes cómodos, en sus teologías, y no es capaz de enfrentarse con un mensaje evangélico claro a esas situaciones, asumiendo que no tenemos la solución sino que hemos de buscarla en diálogo.
Me siento ilusionado y quiero seguir trabajando por la paz, la justicia y el desarrollo en aquella región. No me siento cansado pero sí me siento molesto con una Iglesia que no responde adecuadamente a esa situación. El Reino va más allá de la Iglesia y está creciendo en muchos sitios y está sufriendo violencia pero personalmente no me siento cansado. Me da mucho ánimo las comunidades con las que trabajo y ver en ellas como la gente lucha, se esfuerza, espera. Me anima ver a grupos y personas que luchan por su dignidad. Pero me duele la Iglesia porque siento que cada vez se reduce más con más miedo a un círculo muy chiquito.