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Breve aclaración de la «indignación» del título de esta 3ª parte de esta entrega.
La indignación, generalmente, se suele relacionar con una subida de la adrenalina, en la que la frialdad de análisis y entendimiento quedan un tanto disminuidas. Es decir, suele suponerse más común en estado anímico de fuerte emoción de la sensibilidad, llegando a veces ésta hasta las vísceras, que son lo más físico y mecánicamente del cuerpo. Por eso tengo un cierto reparo en la descripción de la indignación más racional, estudiada y medida que me invade en este caso. Y la dividiré en dos apartados, cada uno de ellos basado en un concepto diferente.
1º) Indignación por mala información. Aquí la información se refiere a los Mandamientos de la «ley de Dios», que no son tales, sino de la ley humana positiva, iniciada por un legislador caldeo de unos mil ochocientos años antes de Cristo, Hanmurabi, y, después, matizada y perfeccionada a través de sucesivos aprendizajes de la praxis, que iluminan y enriquecen, más tarde, la teoría de las prescripciones morales. Cómo aparecen esos mandamientos en el Antiguo Testamento, alguien podría entender que fueron como tantas otras cosas, una Revelación del Dio-Yavé a su pueblo Israel. Y es así, si se sabe entender. Todo lo que sucedía al pueblo hebreo sus miembros lo procuraban entender a la luz de la fe en Yavé. Cuando la noticia de ese magnífico resumen decimal de ls grandes línea d comportamiento humano, el escritor sagrado lo aprovechó, y lo aplicó a Dios. Todo en la línea de la «Economía de la Revelación», concepto esencial para entender la evolución de temas, relatos y enfoques que se da, indiscutiblemente, en el Antiguo Testamento, y que significa lo siguiente: Dios se revela solo en la medida en que puede entenderse su Revelación, y mucho de lo que en un principio achacan directamente a Dios, lo irán después corrigiendo, y dándole el enfoque que corresponda al momento del conocimiento de la Palabra de dios. Y este proceso dura hasta hoy.
Y mala información, también, en lo referente a la así mal llamada «Ley Natural», que, si es tal, para los creyentes, que creen a Dios detrás de la Naturaleza, sería lo mismo que decir «Ley de Dios», pero no es así, a no ser que entendamos, como enseñaba Santo Tomás de Aquino, que Dios, causa primera, actúa, normalmente, a través de las causas segundas. Se ha abusado en la Iglesia de la fórmula «iure divino», que quiere indicar que el asunto de que se trata es de derecho divino, es decir, de origen, y de voluntad expresa, procedente de Dios, directamente. Es mucho, demasiado, pretender que Dios se convierta, más que en legislador, leguleyo de comportamientos humanos, que ?l deja a la discrecionalidad de la conciencia humana. Algo parecido hay que afirmar de la «Ley Natural», tan afirmada, proclamada, y hasta venerada, por juristas españoles católicos, y también clérigos, cuando la Historia de la Antropología demuestra, inequívocamente, que lo que llamamos ley natural es, en realidad, ley elaborada, y aprendida, laboriosamente y lentamente, por las diferentes comunidades socio-políticamente diversas y sucesivas que ha ido produciendo la Humanidad. A veces se tiene la tentación de afirmar que esta mala información ha sido, en realidad, un engaño. Cui prodest?
2ª Indignación por incumplimiento del concilio Vaticano II. Como he manifestado en la primera, o parte introductoria, de este artículo, El Vaticano II fue uno de los hitos de mi formación bíblico-teológico-pastoral. Antes del mismo, al estudiar más que la Eclesiología oficial, -aquella que definía a la Iglesia como «sociedad perfecta», en una servil e inútil imitación de las categorías jurídicas válidas para el Estado-, la reflexión teológica sobre la Iglesia de grandes eclesiólogos, como Yves Congar, Karl Rahner, Edwuard Schillebeeckx, Henri de Lubac, Hans Küng, etc., todos ellos teólogos del Concilio, o bien personalmente papales, o asesores episcopales, era muy común la idea de que, desde el Concilio de Trento, sobre todos después del VAgticano I, hasta nuestros días, allá por los años sesenta, la Iglesia había tenido una enorme cabeza, el Clero, en general, y, sobre todo, la Jerarquía, en particular, y un cuerpo pequeño, esmirriado, casi enano, la masa de fieles. Así que una de las primeras tareas del Concilio sería poner las herramientas para ir, poco a poco, revertiendo esa situación. Es decir, eliminar la excesiva preponderancia no solo honorífica, sino el exceso de poder real del clero, y comenzar una etapa eclesiológica de verdadera y real participación de los seglares en todo tipo de tareas de la Iglesia, que debía ser desclericalizada urgentemente. Fruto de esta tendencia es el magnífico e histórico documento «Lumen Gentium», con la definitiva definición de la Iglesia como «Pueblo de Dios».
Pero no solo el cambio de los planteamientos eclesiológicos era urgente, la manera de que esa y otras reformas llegasen rápidamente al Pueblo de Dios era una profunda reforma de la Liturgia, lo que abordó el Concilio en su primer documento, otro verdaderamente histórico, «Sacrosantum concilium»
(Seguirá)