Un encuentro «significante» con el cardenal Bergoglio en 2005 -- Emilia Robles

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Religión Digital

Bergoglio: «Prefiero que mis curas me pidan perdón a que me pidan permiso»
«Poned el énfasis en la misericordia. Porque todos necesitamos misericordia»
Enero, 2005. Los dos coordinadores de Proconcil habíamos sido invitados a participar como representantes de la Iniciativa «Hacia un nuevo Concilio», en el primer foro Mundial de Teología y Liberación. Se iba a celebrar en Porto Alegre (Brasil) del 21 al 25 de Enero, en el mismo marco en el que se celebraría a continuación el Foro Social Mundial.

Un antecedente importante de este primer foro de Teología y Liberación fue el encuentro en 2003 en San Pablo «El cristianismo en A.L. y Caribe», al cual asistimos también, animados, entre otros, por nuestro gran amigo Jose Oscar Beozzo. En ese encuentro- bastante más participado que el propio foro- reuniendo a más de 700 delegados del continente latinoamericano y caribeño, fue presentada en público la iniciativa Proconcil.

En 2005 seguíamos trabajando en el proceso de tender puentes entre diversos sectores y sensibilidades eclesiales, orientado a poder compartir visiones y abordar tareas compartidas. Perseguíamos poder generar amplios consensos, respetando el legítimo y enriquecedor pluralismo eclesial, para poder avanzar de manera colaborativa en una Misión evangelizadora. Una Misión que se expresara principalmente a través de la apuesta por la Paz, la Justicia y la Vida con dignidad para todos y todas y en particular para los más pobres. Un proceso en el que la Iglesia se «aggiornara» en sus relaciones y lenguajes, para servir mejor a esta tarea, siempre en diálogo con los «otros».

En orden, pues, a esta tarea y conscientes de la estructura jerárquica de la Iglesia, uno de los pasos que proyectábamos era mejorar la comunicación también con obispos y cardenales, en la medida en que fuera posible. Algunos obispos, principalmente de A.L. ya habían firmado su adhesión a Proconcil en su lanzamiento en primavera de 2002, en señal de comunión y de compromiso con este proyecto de avanzar en un camino conciliar. Entre ellos también, algún cardenal. Había habido también ocasiones para conocer a algunos personalmente.

Cuando supimos que teníamos que viajar a Porto Alegre para el Foro, por la ubicación de la región dentro de Brasil y la proximidad a Argentina, vimos la ocasión para entrevistarnos con el cardenal de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio. Podríamos hacer escala en la capital alojarnos dos o tres noches en casa de una persona amiga y continuar nuestra ruta, sin demasiado gasto.

Algunas referencias que teníamos de su época de jesuita no eran muy atractivas; pesaba sobre él un cartel de conservadurismo. Pero cribábamos la información, ya que nos venía de algunos jesuitas, grandes amigos por otro lado, que habían vivido o escuchado referencias de un antiguo conflicto congregacional y les tocó vivirlo en un lado que se sintió perjudicado por la toma de postura de su Provincial entonces, que no era otro que Bergoglio. Sin embargo, esto no nos arredró a la hora de pedir la entrevista, por varios motivos.

Diálogos en la frontera

Desde hacía algunos años, a través de amistades comunes, teníamos referencias de su sencillez, su austeridad, de sus lenguajes directos, de su cercanía y amistad -en pie de igualdad y fraternidad- con personas de pensamientos diferentes al suyo, tanto varones cuanto mujeres. Se había comprometido en diálogos en frontera, intraeclesiales y con otras iglesias y confesiones. Tenía una opción clara por los pobres, por la justicia y por la transparencia. Y esto nos hacía sentirlo más cercano.

Relativizábamos una actuación congregacional hecha en su juventud, de la que nos faltaban datos globales y contextuales y tampoco queríamos hacer un juicio definitivo. Nos imaginábamos que las razones y las buenas intenciones estaban repartidas. Tampoco pensábamos que la visión unilateral más conocida por nosotros diera cuenta de una globalidad de motivaciones, búsquedas, cuidados, en el contexto en el que se produjo; y en el que, tal vez, lo que fue negativo para unas cosas fue positivo para otras, también importantes. Siempre pensamos, además, que las personas pueden cambiar. Un ejemplo que parece evidente para es de Oscar Romero, sin que con esto se pretenda hacer ninguna comparación.

En cuanto a si pensaba igual o diferente que nosotros respecto a ciertos temas, no era lo que más nos preocupaba. Sabíamos y sabemos que para andar el camino conciliar en la Iglesia, no podemos quedar divididos entre progresistas y conservadores, ni entre movimientos y comunidades, ni entre liberacionistas y carismáticos, por llamarlo de alguna manera, sino que tenemos que echar manos a un proyecto común y enriquecernos mutuamente, alejando, del entorno y de nosotros mismos, corrupciones de cualquier índole y fundamentalismos.

Y lo que teníamos más claro- por sus hechos y su actitud constante en los últimos años- es que este hombre se hallaba muy lejos del fundamentalismo y de cualquier forma de corrupción. Con eso nos bastó para insistir tímidamente, a través de alguien que medió, mujer por cierto, en un encuentro que nos desbordó ampliamente.

No era el primer cardenal con el que habíamos dialogado personalmente. Siempre fuimos muy discretos respecto a esos diálogos, igual que con la relación con religiosos con diversas responsabilidades, o con laicos con un papel relevante. Compartíamos con la red Proconcil la voluntad de tender puentes con diversos sectores de Iglesia, pero no nos ha gustado utilizar la información de conversaciones privadas para impulsar el proyecto, dejando en evidencia a otras personas o usando argumentos de autoridad o de poder.

De manera que, aquella mañana de mediados de Enero de 2005 en la capital porteña, a la salida de la entrevista, todavía de buena mañana, embriagados de cierta emoción, decidimos que lo que habíamos hablado con el cardenal Bergoglio, en detalle, quedaría en nuestro corazón y que sólo transmitiríamos, por el momento, una visión positiva y reducida a nuestro entorno de esta comunicación.

El impacto del encuentro fue tan intenso y nos «descolocó» tanto que, cantidad de veces, nos hemos «mordido la lengua» hablando con alguna gente de grupos o con periodistas, incluso con personas muy cercanas, para no contar la entrevista. Sin embargo, hace unos días, el 5 de abril de 2013 por la mañana, sin ningún motivo que pueda identificar, yendo en el coche y ensimismada en mis pensamientos, de repente sentí con mucha fuerza la intuición de que ahora si era el momento de contar, cuando menos, una parte de la experiencia vivida.

Experiencia significante

He de decir, en primer lugar, que fue una experiencia significante en nuestras vidas, de la cual salimos transformados (como se sale siempre que existe un auténtico diálogo). Omitiré algunos detalles de la conversación que hagan referencia a personas o a temas demasiado concretos y su opinión respecto a ellos, porque no aportarían nada y podrían distorsionar la comprensión del encuentro global.

Algo que ya nos llamó la atención fueron las circunstancias que rodearon a la entrevista. Nuestra escala en Argentina tenía como único objetivo hablar con el cardenal Bergoglio. Si bien teníamos conocidos y amigos en Buenos Aires, no hubiéramos hecho este pequeño gasto de tiempo y dinero de la escala sólo por ese motivo. Pero estuvimos a punto de no poder encontrarnos. Se dio la circunstancia- inesperada cuando planificamos meses atrás el viaje- de que él había tenido que viajar en esos días a Roma. Llegaba sólo en la noche anterior al día en el que nosotros debíamos partir hacia Porto Alegre. Por lo tanto, sólo quedaba una mañana para podernos encontrar.

A esto se añadió una complicación impredecible: esa noche, de su vuelta, había fallecido un sacerdote jesuita. El deceso alteraba su agenda, puesto que iba a estar en la vela y oficiar una misa al día siguiente. Había, pues, razones suficientes para no verse con nosotros. Sin embargo, nos hizo llegar el mensaje de que nos recibiría media hora, si podíamos ir a las 8 de la mañana. Por supuesto aceptamos, agradecidos.

Cuando llegamos a la Curia, en la calle Rivadavia, alguien nos hizo pasar a una sala de espera propia de un palacio arzobispal, con sus sillas tapizadas, sus cuadros de personajes ilustres que parecían mirarnos como diciendo ¿Qué hacen estos «mindundis» aquí?… Estábamos bastante inquietos, por el espacio y por los protocolos. Nos entraba esa risilla nerviosa y esa incomodidad que les entra a los pobres cuando van a casa de los ricos. Tampoco yo me consideraba muy digna de demasiada atención por parte de personas muy ocupadas y que tendrían cuestiones mucho más importantes que despachar que la «volada» que pretendíamos para la Iglesia, como nos dijo unos años atrás- con simpatía- un jesuita de la Curia en Roma.

Sin que mediara mucho tiempo que pudiera acelerar nuestra inquietud, se abrió una puerta por la izquierda. Pensamos que saldría algún secretario o encargado, pero se presentó él directamente. Si digo como iba vestido miento, porque le miré a los ojos y no vi más. Creo que llevaba un traje oscuro y una cruz. Nada que llamara mucho la atención. Nos saludó a ambos con dos besos y nos invitó a pasar a un despachito minúsculo, como el de cualquier parroquia de la periferia, con tres sillas elementales, de las que sacó la de detrás de la mesa y colocó una junto a otra, sin distancias diferenciadas.

Le preguntamos cómo debíamos dirigirnos a él y nos dijo, «Ah, yo llamo a todo el mundo de «vos» (de tu). A continuación, antes de que dijéramos nada, miró el reloj, nos miró y dijo «pero es muy pronto y no habréis desayunado. Venga, vamos a preparar un café. Yo mismo lo hago porque es muy temprano y no habrá venido aún el secretario» Íbamos a pasar con él a hacer café, lo que sin duda hubiera normalizado aún más la situación y habría generado más proximidad, cuando empezáramos a buscar entre todos el azúcar, las tazas y las servilletas, pero apareció el secretario, que no pareció demasiado cómodo con la idea y dijo que, de ninguna manera, que él se encargaba de traernos café.

La persona que medió para concertar la entrevista – una mujer- nos había dicho que Bergoglio apenas hablaría, pero que nos escucharía de verdad. Menos mal que no se cumplió esta expectativa, porque habría sido una entrevista bastante más corta y menos enriquecedora, ya que se nos había pegado ligeramente la lengua al paladar. A pesar de la acogida fraterna y cercana, la situación no era la misma que si te veías con un obispo latinoamericano con camisa de color o zapatillas de deporte, en el marco de un curso o de un encuentro en Brasil, como ya habíamos estado otras veces. Pero, más bien, sucedió lo contrario. Su fluidez cercana y directa fue relajando nuestros temores y habló directo, con confianza y sin tapujos.

Nidos de bichos

Le explicamos la iniciativa de Proconcil y le enseñamos algún documento, la carta al Papa y las firmas de cuarenta obispos. Leyó el documento, miró la lista, nos hizo algún comentario positivo acerca de alguno que conocía de muy cerca. A continuación nos dijo, «Si, yo ya he estado hablando de este tema con X (otro cardenal)». Y luego nos citó a otros cardenales, con los que también había hablado, que nos parecía que estaban en las antípodas del primer nombrado. Pero, sobre todo, nos sorprendió tanto que se hubiera hablado en ese contexto del proceso conciliar, que tampoco preguntamos por qué lo había hablado con personas tan dispares. Ahora lo puedo entender muy bien. Porque todos ellos son necesarios, al igual que todos nosotros, tan dispares, somos también necesarios para desarrollarlo.

Siguió, como quien habla con amigos cercanos, con confianza. Nos contó que acababa de llegar de Roma y que habían estado hablando entre algunos cardenales. Estaban preocupados e incómodos porque veían una tendencia en algún sector de Iglesia en situar el centro de las preocupaciones de la Iglesia y la fidelidad a la doctrina casi exclusivamente en ciertas cuestiones de moral sexual, con un enfoque que a ellos les parecían inadecuado y siempre con tonos restrictivos y condenatorios.

Ellos, situaban en otro enfoque bien diferente las prioridades de la Iglesia. Esto nos lo relató con dos ejemplos muy concretos que reflejaban su pensamiento y que nos dejaron absolutamente impactados por la libertad profundamente cristiana, la humanidad y la empatía que revelaban, muy distante de otros discursos oficiales. Los voy a omitir, por discreción, porque se centraría la atención sobre ello cuando lo que él quería reflejar, precisamente, es que eso no era lo importante.

¿Algunos problemas urgentes que tiene la Iglesia? -dijo-: Miren hay centros de espiritualidad que son como «nidos de bichos». Se levanta así, (señalaba al suelo, a las baldosas) y salen. Con eso es con lo que hay que acabar. No entendimos muy bien de qué hablaba hasta unos meses después, cuando salió elegido Ratzinger y se puso de manifiesto amplia y profusamente el tema de la pederastia y los abusos a menores. Porque sabíamos de algunos casos de abusos en Estados Unidos y del escándalo de Austria en el 95, pero de ninguna manera se sabía entonces el alcance y las dimensiones dramáticas de la realidad. Tal vez también se refiriera, además de esto, a otros problemas de corrupción financiera. No quisimos preguntarle más.

Siguió con el proceso conciliar, con la necesidad de tender puentes y de seguir los diálogos; y con la actitud que debía de tener la Iglesia. Insistió en que había que buscar nuevos cauces de profundización en temas de interés general, sin temor, que fomentaran el dialogo y el encuentro. Ellos habían convocado una Asamblea en la Diócesis, nos dijo; y algunos curas estaban un poco inquietos por cómo se podría conducir. Sin embargo, él les daba ánimos. Nos dijo que, correr ciertos riesgos y salir a la calle era importante para la Iglesia, porque, nos puso el ejemplo: «Si una persona sale a la calle, puede tener un accidente, pero si se queda siempre en casa es que está enferma; y yo prefiero una Iglesia accidentada a una Iglesia enferma».

Respecto a otros temas, como el de la autoridad, sin que mediara pregunta, nos dijo espontáneamente. Miren «yo prefiero que «mis» curas, me pidan perdón que no que me pidan permiso». Y nos explicaba que «ellos, a veces, me quieren pedir permiso, pero yo no estoy allí, no conozco igual las circunstancias y cada uno tiene su forma de hacer las cosas. Tal vez si yo les digo lo que tienen que hacer, no les aconseje bien. Así que, mejor que actúen en conciencia y si hay algún error que se disculpen luego».

La entrevista duró una hora y transcurrió sin prisas. Cuando ya nos íbamos a ir, le preguntamos en qué nos sugería poner el énfasis en este proceso que animábamos. Y nos dijo «En la Misericordia» «Poned el énfasis en la misericordia. Porque todos necesitamos misericordia».

Luego nos sorprendió, «ahora les acompaño y les voy a presentar a alguien que les espera abajo porque quiere conocerles personalmente». Nos despedimos, nos pidió que rezáramos por él y nos dejó con una mujer que había seguido intensamente desde el principio la iniciativa Proconcil y a quien, de otra forma, no habríamos conocido personalmente. Fue el principio de una bella amistad que seguimos cultivando. La acompañamos a su trabajo para seguir compartiendo durante esa mañana. Sin embargo ni siquiera a ella, ni a la amiga que nos procuró la cita le comentamos nada de lo hablado, más que la buena impresión global. Sólo muchos años más tarde compartimos algo más.

Sucedió algo en este viaje que no estaba en nuestra agenda, que ahora me parece también muy significativo, el día antes de este encuentro. Había una familia muy, muy amiga en Uruguay, de origen argentino, a quien fuimos a visitar – tras su cariñosa insistencia- en un viaje más que rápido. Fuimos en avión por la mañana y regresamos mezclando autobús y barco (6 horas por la noche) El había sido sacerdote y ella misionera. El trabajaba por compromiso cristiano con el mundo obrero. Fueron detenidos en el 76 en Argentina, acusados injustamente de colaborar en el movimiento guerrillero y de esconder armas. Son persona de una ternura y calidez humana impresionante. Fueron torturados durante días. Su hijita mayor de 11 meses dormía en la misma mesa en la que ellos eran torturados. Esperaban inútilmente que la jerarquía de la Iglesia hiciera algo por ellos. Vana esperanza.

Sanando heridas

Hasta que a él, angustiado sin duda por la suerte de su familia más que por la suya propia, se le encendió una lucecita. Les dijo a los guardias que iba a confesar. Las armas -les dijo- las había escondido debajo del altar. Fueron inmediatamente las fuerzas del orden a excavar en la iglesia. Comenzaron a romper el suelo violentamente. Sólo entonces el obispo del lugar corrió a tomar partido. Reaccionó, tristemente cuando profanaron el «lugar sagrado», no cuando profanaron los templos del Espíritu que eran aquellas criaturas. Entonces, aquel obispo debió comprender algo, medió y les liberaron. Se fueron, como tantos otros que pudieron escapar del infierno, a otro país, dejando familia, amigos y pertenencias.

Conservaron la fe, la esperanza y la caridad, pero se han roto los lazos con la Iglesia y serán difíciles de reconstruir. Sin embargo, en la medida en que el tiempo pasa, son más capaces de perdón y gozo. No todos terminaron la historia con igual suerte, ni pueden hacer lo mismo por distintas razones. Es una lección. Nos da pistas de lo que debe y no debe hacer la Iglesia de Jesús, las Iglesias cristianas, todas ellas, ante situaciones de atropello a los derechos humanos.

Esta experiencia y el conocimiento y la acogida en el 76 de algunos argentinos en nuestras propias casas y comunidades nos permitieron entender ciertas reticencias de algunos sectores con este nombramiento papal, aunque, con los datos que tenemos, fidedignos, no las compartimos, por infundadas. Pero, qué duda cabe, habrá que seguir sanando las heridas y trabajando el encuentro, ayudados por otros testimonios eclesiales.

Volviendo a nuestra entrevista con Bergoglio, lo cierto es que nos sorprendió tanto el encuentro, nos rompió tantos esquemas preconcebidos, que decíamos: es imposible para alguien hacerse pasar por lo que no es de esta forma. Si uno quiere quedar bien, le puede «seguir la corriente» al interlocutor, pero no tener este discurso espontáneo, abierto y libre, arriesgado, sin barreras de estatus y con el corazón en la mano. Además, los gestos hablan más que las palabras. Y los gestos no eran sólo los que tenía con nosotros puntualmente ya bastante sorprendentes. Eran lo que nos referían, nuestras amigas, desde hacía años, de su vida diaria. Y eso es insostenible si no hay un fondo y un espíritu que lo sostenga.

Relaciones así, incluso más cercanas, por la proximidad que da lo cotidiano ya las habíamos vivido en la España de la Transición, con obispos españoles que eran verdaderos compañeros de camino, cómplices creíbles de la renovación de la Iglesia y amigos entrañables, como Alberto Iniesta, por citar un nombre. Pero, en ese día de enero de 2005 pudimos acreditar que la renovación de la Iglesia a nivel global no había hecho más que empezar, porque si una persona a la que se calificaba de «conservadora» tenía esa actitud y ese compromiso, daba fe de que el proceso conciliar «estaba en marcha».

Recordamos, a la salida, entre risas, una entrevista en 2003 en Roma con el Cardenal Etxegaray, quien nos recibió sorpresivamente en Santa Marta, también con la mediación de dos amigas (…más mujeres) soportó nuestro «asalto» y nuestro pobre francés empeorado con los nervios, nos escuchó cariñosamente hablar del camino hacia un nuevo concilio en proceso conciliar, y nos despidió también con un abrazo, pidiéndonos oración para él. Nos obsequió en la conversación con unas galletitas.

Tendiendo puentes

El café de Bergoglio ya me lo pude tomar, las galletas de Etxegaray las saqué sudaditas apretadas en la mano de puro nervio. Pero entre una cosa y otra, después de una simpática y cercana acogida en 2003 también en Santa Marta, del arzobispo emérito de Yokohama Stephen Fumio Hamao (que había aprendido perfectamente el español, con las Misioneras mercedarias de Bérriz) y de otros muchos encuentros con religiosos y con algunas personas que trabajan en la misma Curia, nos dimos cuenta de que se iban abriendo caminos en la Iglesia y que se iban tendiendo puentes, más incluso de los que podríamos sospechar. Aunque estas impresiones y las apuestas personales propias de lo que es irrenunciable- sople como sople el viento- son difíciles de compartir con mucha gente, que piensan que eres genéticamente optimista o un iluso.

Por mi intenso compromiso desde hace años en la coordinación de la Iniciativa Proconcil me he comunicado, en distintas ocasiones, con el Cardenal Bergoglio -ahora hermano y papa Francisco, me encanta que además no tenga «número»- hemos intercambiado cartas, escritos y algún libro. Tenía algunas estampas que me había mandado, de la Virgen desatanudos alemana, de San José, de Santa Teresita. Pese a que no soy mucho de imágenes, ni de santos, por mi formación, el día 13 de marzo, en pleno Cónclave puse a San José y a María desatanudos en mi lugar casero de trabajo junto a un Cristo de Asís – regalo de otra amiga común – para tener la Sagrada Familia al pleno- y les encomendé ayuda para que la Iglesia fuera «luz y sal» y punto de encuentro en este mundo angustiado y dividido. Recurrí a ellos, llegados este punto eclesial y social- sin esperanzas sobradas, la verdad.

Llegué a ver la fumata blanca en la televisión de casa, pero, muy a mi pesar, en ese momento, tuve que salir con mi marido y mi hija mayor aguantándome la curiosidad. Habíamos quedado entre 7 y media y ocho en Getafe. La noticia, de boca del cardenal Touran, la escuché por la radio del coche llegando a la puerta de la casa de un sindicalista amigo, compañero- con otros y otras- de cuando trabajamos en una fábrica del metal; un hombre profundamente creyente y honesto, animador durante muchos años del movimiento cristiano educativo Junior, que a tantos niños y niñas encaminó y sigue encaminando y que la Iglesia española actual no reconoce adecuadamente- ¡qué lástima! como propio; un militante entusiasta, generoso y dialogante, buscando siempre sumar más que restar, que ha sufrido la desestructuración de la empresa en la que trabajábamos y de tantas otras; y que lleva a las espalda muchas decepciones con la Iglesia institución. Todo un símbolo del momento.

Aguardé sin bajarme del coche para oír el nombre del nuevo papa. Las calles de Getafe, de un municipio obrero y emblemático de la causa de los pobres, de la Iglesia en mundo obrero, hoy debilitada y cuestionada, se hicieron eco, en la oscuridad de la temprana anochecida aún invernal, de mi sorpresa jubilosa y entusiasta tras el segundo nombre- Mario- incluso antes de oír el apellido. Mi hija mayor – de paso por Madrid, lleva años fuera – se debatía entre la risa y la vergüenza ajena, pero me resultaba difícil contenerme. Por suerte, la calle estaba vacía. Mis otras hijas me llamaron emocionadas desde casa. Nos «aguantan» en el día a día y se pudieron dar cuenta -en el mismo momento- de lo que había sucedido.

Pero es sólo ahora, cuando van transcurriendo las semanas, cuando seguimos viendo coherencia y decisión, cuando los puentes siguen creciendo y las voluntades convergiendo, cuando la Misericordia va encontrando corazones dispuestos «in crescendo», es ahora cuando soy más consciente de lo que puede significar esta nueva era eclesial para la Iglesia y para el mundo, si seguimos remando desde la diversidad pero todos a una y a corazón abierto en esta barca que ha de impulsar el soplo del Espíritu en nosotros. Tal vez por esa intuición – no lo sé- sintiera hace tres días que tenía que hacer este relato de lo que había visto y oído. Aún no se por qué cauce podrá discurrir, por su extensión.