La reciente sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid que condena el cambio municipal de la planificación urbanística que permitía al Arzobispado construir un denso y feo entramado de oficinas eclesiales en un paraje histórico de la ciudad, la Cornisa de las Vistillas, ha causado alborozo entre el vecindario, que mantiene una lucha de años contra este proyecto. Los jueces aseguran que el patrimonio histórico no queda allí protegido.
Sin embargo, tanto la Iglesia como el equipo municipal del PP, que aún no han decidido recurrir la sentencia, se mantienen en sus trece y al parecer pretenden seguir adelante. Eso se deduce de su actitud. Interpretan que la sentencia les exige un mero maquillaje formal, invocan la pertinencia de sus propósitos, remarcan la titularidad eclesial de la propiedad del lugar y, presumiblemente, estudian atajos legales.
Lo que queda de Goya
La idea que acarician es la de aplicar la santa voluntad de monseñor Antonio Rouco Varela, avalada por la alcaldía, de añadir al entorno de la catedral de La Almudena y a la basílica de San Francisco el Grande (más el edificio del Seminario Diocesano, a uno y otro lado de la vaguada natural de la calle de Segovia), una mole de oficinas, con un edificio de hasta 170 metros de fachada, que puede borrar para siempre el único perfil que queda de la línea de paisaje de la ciudad, silueta inmortalizada por Francisco de Goya. Además, de medrar el proyecto hasta ahora eclesial-municipal, se cercenaría un jardín histórico de origen renacentista sobre un talud con centenares de árboles y vestigios de su origen.
Los historiadores explican que una de las principales causas por las cuales el rey Felipe II estableció la capital de sus reinos en Madrid en 1561 fue porque esta villa carecía entonces de una presencia eclesiástica de peso, como la que la antigua capital, Toledo, sede primada y cardenalicia, entonces mostraba. Aquella situación de aislamiento respecto de la capitalidad religiosa toledana brindaba al monarca una cierta autonomía para hacer y deshacer en Madrid conforme a su propio criterio, sin tener el aliento del cardenal primado, ni el del aparato burocrático eclesial, en el cogote.
El poder del arzobispado
Hoy, cuatro siglos largos después, la situación en Madrid es muy distinta. El Arzobispado madrileño es una de las instituciones más poderosas de la región, a escala real y también simbólica: por su enorme ajuar inmobiliario; por su trama de edificios, vicarías, delegaciones, dispensarios, parroquias, cementerios ?llamados sacramentales? y conventos dependientes de sus casas matrices generalmente en Roma, pero sometidos al fuero arzobispal; por su red de púlpitos, para difundir a través de 400 templos de la región y la ciudad sus consignas religiosas ideológicas dominicales; por su potente patrimonio artístico, aún sin inventariar plenamente; por administrar buena parte de una moral pública sin contrapeso organizado en una moral cívica no religiosa.
Además, bautizos, comuniones, confirmaciones, bodas, retiros espirituales y entierros, siguen vinculando a la institución con mucha gente, en ausencia de una ritualidad cívica que la jerarquía de la Iglesia madrileña, con ayuda de la derecha más cerril, se encarga de combatir en su impugnación de la Educación para la Ciudadanía. Partidos de derecha, de centro y una parte de los de izquierda, le profesan a la Iglesia, cuando no una afección siempre sospechosa, un temor político evidente, por su influencia política y electoral. Quizá todo ello explique el enorme desaguisado que perpetra en la también llamada Cornisa de San Francisco.
El chalaneo del PP, con el entonces alcalde sevillano de Madrid, Álvarez del Manzano, donó las licencias de construcción al Arzobispado a espaldas de los intereses vecinales, que consideran que la presencia eclesial, real y simbólica, en esa zona de Madrid ya es suficiente, con la enorme catedral de La Almudena al otro lado de Las Vistillas, y San Francisco el Grande, la cuarta cúpula de Europa, en la ronda que sigue a la calle de Bailén. El Seminario diocesano ocupa un edificio gigantesco, casi desocupado hoy, que permitiría albergar algunas de las dependencias que la Iglesia madrileña reclama. La pregunta que la gente de a pie se hace es la siguiente: ¿no hay en Madrid sitio mejor para meter una mole así de enorme que el último paraje donde la ciudad puede identificarse con su historia? La sentencia judicial es un alivio, pero nadie sabe cuánto durará. Otra sentencia sobre la plaza de Dalí, ganada por los vecinos, infunde ánimos a los movimientos vecinales. Pero esperar del equipo de Gobierno municipal del PP sensibilidad sobre el paisaje, cuando ha laminado el horizonte de la ciudad con adefesios impunes, sería una quimera. Confiar que la jerarquía eclesial entienda algo de lo que los vecinos anhelan requeriría, en verdad, creer en los milagros.
¿Cuál sería la alternativa?
El sentido común dicta llevar la sede de la curia, que así se llaman las oficinas y servicios eclesiales, a un lugar de Madrid más alejado del cogollo histórico, ya suficientemente fragilizado por la arbitrariedad municipal. El Arzobispado, por convenios firmados en la etapa de Álvarez del Manzano, posee terrenos permutados en casi todos los PAU periféricos de Madrid. Otra cosa es que en esos polos urbanísticos, habitados por jóvenes, la feligresía potencial escasee: quizá la Iglesia madrileña ganaría adeptos jóvenes si demuestra que su ideario sirve para satisfacer valores y afanes compartidos por la mayoría, como el anhelo de mantener la memoria de una ciudad maltratada por quienes dominan e imbuyen en los que obedecen las ideas dominantes.