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El trasfondo cultural vasco está determinado por la mitología vasca recopilada por José Miguel de Barandiarán e interpretada por J.Caro Baroja y yo mismo, entre otros, como un fondo matriarcal de signo telúrico. La diosa madre Mari preside el panteón vasco y no un dios o divinidad patriarcal, sobre una tierra madre (ama lur) que la personifica y abierta a un mar-madre que la regenera.
Sin duda fué mi madre vasco-navarra la que me inspiró el tema en medio del desierto aragonés de los Monegros, donde nací.
Estudié el tema más tarde en la Universidad de Innsbruck con el profesor F.K. Mayr y luego con E.Bornerman, que me abrieron la lectura al respecto de Bachofen, E.Fromm, Malinowski y Gimbuttas, entre otros muchos. Sin embargo fué en el Círculo Eranos donde pude hablar sobre ello con M.Eliade y G.Durand en la sede de Ascona (Suiza). Aunque sea yo mismo el responsable de estas lecturas y su aplicación a la cultura vasca, siempre bajo el lema: “Todo lo que tiene nombre, existe”; incluido el matriarcalismo vasco (que no matriarcado).
Me llega la noticia de mi nominación al premio Euskadi 2020 gracias a la iniciativa del profesor Daniel Innerarity, y aunque no me lo concedieran agradezco tanto dicha nominación recordando mis avatares vascos en Deusto. En realidad, escribí El matriarcalismo vasco asumiendo una tradición simbólica que se enfrentaba y aún se enfrenta al patriarcado o patriarcalismo vigente, especialmente en el franquismo. Más allá de esta confrontación político-cultural, proyectaba una especie de fratriarcado o fratriarcalismo de inspiración cristiana, romántica e ilustrada. Esta proyección de una cultura de carácter horizontal y democrático emergía desde mi dolorosa vivencia del maquis en Aragón, que asesinó a mi pobre padre, hasta la posterior vivencia de la violencia etarra, que asesinó a algún amigo.
El tema del matriarcalismo vasco puede ser recogido por un feminismo abierto, ya que la madre -que yo sepa- encarna a una mujer, pero se distingue del padre y su patriarcalismo tradicional. Por su parte, el fratriarcado o fratriarcalismo puede proyectar una democracia global pero no abstracta, como la que tenemos, sino encarnada en la hermandad de toda la humanidad, constituida por pobres hombres pobres y mujeres, como ha puesto de manifiesto la crisis del coronavirus. Pero también significa un intento por superar/supurar el extemismo de los extremistas a través de la mediación y el diálogo de contrarios, en un mundo cómplice y coimplicado, cuya complicación aboga por la complicidad de todos.
En mi retiro aragonés, mi recuerdo vasco no tiene fin. Allí fundé la fratría de amigos que aún me sostiene, comenzando por Jorge Oteiza y acabando en Joseba Zulaika. Allí aprendí a distinguir entre la Euskalerría más femenina y un Euskadi más masculinista. Y allí pude sentir la fuerza telúrica de la tierra madre, abierta al mar-madre de toda (la) vida. Y es que, en efecto, me siento como un aragonés de pro y un vasco de proa, tal y como alguien me definiera con demasiada benevolencia.