Enviado a la página web de Redes Cristianas
Las vacaciones son para cambiar el chip y recargar las pilas. Es un momento propicio para el buen ánimo porque nos permite alejar las tensiones y centrarnos en vivir de otra manera, con actividades más reconfortantes y placenteras que en el resto del año cuestan más vivir y experimentar. En este contexto, es más fácil abrirse a nuevas experiencias. Son fechas en las que Dios nos regala otro ritmo de vida para disfrutar la existencia de manera diferente y para rezar también con la apertura que escucha agradecida, cosa que no resulta fácil en medio de las tensiones cotidianas.
Escuchar a Dios es lo primero de todo. Los cristianos creemos que Dios nos habla, nos llama, nos guía, se hace presente en nuestras vidas. En cada persona y situación lo hace de una manera especial, personalísima siempre. Es cierto que no se manifiesta con la claridad y nitidez que nos gustaría siempre pero las oscuridades del camino son otra forma de presencia divina, oculta a nuestros sentidos pero propicia para el anhelo de sentirle más en nosotros. Para experimentarlo, debemos crear una actitud de escucha, abiertos al Dios que quiere nuestro crecimiento personal desde el amor y siendo instrumentos de salvación también para otros.
Las dos caras de la comunicación más básica son escuchar y hablar. Sin la actitud de escucha abierta, es decir, la que acoge y reflexiona lo escuchado, no hay diálogo. Ni fe en el otro. La mitad de la palabra pertenece a quien habla, la otra mitad a quien escucha. Sin escucha no hay fe, porque no se puede creer en alguien a quien no escuchamos, y por tanto no conocemos, al estar cerrados a su realidad vital.
No es frecuente la escucha activa en nuestra sociedad de los ruidos; estamos acostumbrados a hablar más que a escuchar creando frecuentes diálogos de sordos. Reflexionemos si esta realidad no ocurre también con la oración que tantas veces la hemos encasillado en la oración de petición (o lo que hemos decidido que sea la verdadera oración de petición). La realidad social nos empuja a decir más que a escuchar y compartir. Con más razón surge la dificultad de escuchar a Dios aun cuando es una necesidad cristiana esencial: «Escucha, Israel…» «Ojalá escuchases hoy mi voz…» «Pueblo mío, has cerrado tus oídos a mis palabras…» etc. Dios quiere ser escuchado porque necesitamos escucharle y comunicarnos con ?l. La clave está en hacer sitio a Dios en medio de tantos afanes revueltos en los que nos movemos: hacerlo dentro de nosotros y en nuestro prójimo, pues Dios habla muchísimas veces por boca de quienes nos rodean, a través de un locutor de televisión, de una novela o de un hecho fortuito que nos toca vivir. No solo se comunica en el templo. De hecho, Jesús mismo rezó muchas horas fuera de la sinagoga.
En la eucaristía existe un gran espacio para la escucha: dos lecturas, salmos, evangelio, homilía?? Reconozcamos que nuestra aridez religiosa tiene mucho que ver con la tibieza en la relación con ?l (religare, religión), a quien hemos dejado sin espacio para el verdadero diálogo. Es un problema de prioridades que cada cual debe resolver en su día a día para encontrar tiempo a la escucha en oración, abiertos al Espíritu. Así lo hizo Jesús a pesar de su apretada actividad en su vida pública. Felices vacaciones en actitud de escucha agradecida.