En el actual pulso entre el Gobierno y la Iglesia católica está en juego algo más que los contenidos de una asignatura. Está en juego la lucha por la supremacía entre dos concepciones opuestas de entender la vida política y social: aquella en la que la
última palabra corresponde a la soberanía popular, representada por el Parlamento, y que sanciona lo que los ciudadanos, a través de sus representantes democráticamente elegidos, se dan a sí mismos como normas de conducta, y otra que por .encima de esa autoridad civil, laica y democrática pone una autoridad suprema e inapelable, la autoridad divina, de la que unos pocos (y no precisamente elegidos) se autoproclaman los verdaderos representantes y traductores.
Habría mucho que decir sobre la particular traducción que la Conferencia Episcopal hice del
mensaje evangélico. Pero lo verdaderamente grave es que una instancia religiosa, como la Iglesia católica, pretenda imponer su modo de pensar a toda una sociedad, ideológicamente plural y constitucionalmente laica, algo que sólo se puede explicar recordando que no hace tantos años en España la moral (nacional) católica era la doctrina del Estado. El Gobierno no puede ni debe ceder ante las presiones de quienes desearían instalar una especie de teocracia en España, es decir, un modo de gobierno en el que la Ley divina, interpretada y sancionada por la jerarquia eclesiástica, esté por encima de las leyes que los propios ciudadanos han sancionado, empezando por la Constitución.
En todo caso, en la republicana y laica (y socialmente conservadora) Francia esta polémica es percibida como un verdadero dislate.-