Desde la dirección de alandar me piden que, al hilo de la reciente beatificación de 498 sacerdotes, seminaristas, religiosos y religiosas asesinados en los inicios de la Guerra civil española, escriba algo sobre los santos y los mártires en general. No es tarea sencilla. Es bastante lo que el día de hoy sabemos pero mucho más aún lo que desconocemos del mundo físico, del que formamos parte, y siendo tanta nuestra ignorancia sobre lo que tenemos ante nuestros ojos, cómo atreverse a decir algo sobre qué es y cómo funciona lo que no podemos ver, más aún, sobre lo que ni siquiera tenemos certeza plena de que exista.
¿Por dónde empezar?
Empezaré hablando de la Congregación para las Causas de los Santos y de quien le encomienda su tarea. Fue instituida por Pablo VI en 1969 desgajándola de la Congregación de ritos, que venía funcionando desde 1588 cuando la creó el Papa Sixto V. Juan Pablo II en 1983 la dotó de una legislación, que todavía hoy sigue vigente . Sus miembros son, sin duda, personas decididas, a las que no importa abordar y resolver problemas de índole metafísico. Cuando a instancia propia o a requerimiento de otros se plantean si una determinada persona, tras su paso por la vida, habrá sido admitida a formar parte de los que habitan en el Cielo junto a Dios, aparte de dar por supuesto que hay Dios, que el Cielo existe y que las criaturas humanas, tras nuestra muerte, tenemos la posibilidad de acceder a él, analizan la vida del candidato, para dilucidar si tal posibilidad, la de entrar y estar en la Gloria, se habrá convertido para él en un hecho contrastable. Finalmente, si procede, el Papa emite su veredicto, afirmando, sin que pueda dudarse de ello, que Dios ha abierto las puertas del Cielo al que se considera nuevo Santo, por lo cual se declara lícito venerarle, así como tomarle y proponerle como modelo de vida y demandar su intercesión.
Esto viene ocurriendo, con algunas variantes, desde que Alejandro III en 1171 pusiera término a la costumbre de que fuera el pueblo creyente, con su aclamación y su veneración espontánea, quien determinase a qué personas, tras su muerte, quería honrar como santas. «No tengáis ? dijo el pontífice ? la presunción de tributar culto religioso a un hombre sin el consentimiento de la Iglesia ro¬mana» . Y a partir de ese momento nadie es declarado ?Santo?? sin que cuente con el visto bueno del Papa. Y a la inversa cualquier persona, hombre o mujer puede llegar a serlo si él da su aquiescencia.
Ninguno de los pontífices que han gobernado la Iglesia católica desde entonces ha renunciado a tal prerrogativa, cuyos los frutos, después de haber sido ejercida por ellos de modo continuo durante más de ocho siglos, pintan una trayectoria no sólo larga sino también y sobre todo compleja y sorprendente. La lectura de obras como, por ejemplo, ?Los Santos del Calendario Romano?? de Enzo Lodi , permite hacerse una idea de la misma. Repasando los nombres que figuran en sus páginas y las biografías de cada uno de los santos o santas a los que corresponden, sorprende la ausencia de personajes a los que uno esperaba encontrar ahí, así como la presencia de otros que era inimaginable que aparecieran. No figura, por ejemplo, ninguno de los estudiosos europeos que desde finales de la Edad Media contribuyeron a que se concibiera y articulase jurídicamente la idea de que al ser humano debe reconocérsele una dignidad y unos derechos individuales que nadie esta autorizado a mancillar, en cambio sí se encuentran algunos católicos de alto rango eclesial que tildaron tales propuestas de pretensiones abominables.
Las diversas circunstancias en que los Papas han llevado a cabo su política de canonizaciones juegan un papel importante. Ninguno ha dispuesto nunca de una especie de telescopio sideral que, atravesando los millones de galaxias así como la materia oscura y la energía que no se ve, le haya permitido ver de cerca la Casa del Padre y comprobar si se encuentra en ella el Siervo de Dios cuya elevación a los altares algunos demandan. Emplean otros métodos para dar forma a su decisión. Tomando partido por el autor de la Carta de Santiago en vez de por San Pablo, por la eficacia de las obras en vez de por la confianza y libertad que otorga el sentirse hijo de Dios y no su esclavo, reúnen y analizan la información disponible en torno a la vida del candidato, para comprobar si hizo obras de caridad y si se le atribuye a algún milagro, pero, por encima de todo, si en sus escritos, cuando los hay, no se encuentra nada contrario a la fe y a las buenas costumbres, entendiendo por tal, ya se sabe, aquello que en cada tiempo y circunstancia los Pastores de la Iglesia consideren que lo es.
Cambian los tiempos, cambian las sociedades, cambia incluso la Iglesia, pero, antes como ahora, los Papas siempre tienen dudas de que alguien que haya disentido de lo que ellos enseñan como digno de ser creído y puesto en práctica pueda estar en el cielo. Importa poco si con sus hechos y con sus dichos contribuyeron a que la humanidad supiera algo más sobre sí misma y sobre el mundo del que todos formamos parte. Da igual si fueron cauce a través del cual se pudo construir una sociedad más justa o se logró hacer más llevadera y dichosa la vida y hasta la misma muerte. Si, por su causa, se puso en duda algo de la doctrina que los Sagrados pastores quieren que sus ovejas crean y hagan, el acceso a los altares les está vedado.
Pero ¿qué opinará Dios de todo esto? ¿Hasta qué punto le parecerá acertado o mezquino tal modo de proceder? Es imposible dar una respuesta que todos deban de tener y tomar por verdadera. Pero si existe y es cierto que hay un cielo al que los hombres podamos tener acceso, cabe plantearse, como si fuera un juego, «¿A quien abriera la puerta???. Depende de cómo sea. Pero sí como enseña la Biblia es verdad que la diversidad del mundo, incluida la de las personas, tiene en él su origen, y, además, es cierto que sea bueno al estilo que describen algunos textos del Nuevo testamento, no tendría sentido hablar de puertas que se abren o se cierran, en su casa no existirían o estarían siempre abiertas. Habiendo permitido que seamos tan distintos, cómo va exigir que todos los hombres demos frutos idénticos, que creamos y hagamos lo mismo, y que sea en concreto lo que a los Papas les parezca bien en cada tiempo. Y si es bueno, cómo cerrará la puerta a quien, habiendo errado su camino, hambriento y andrajoso, regresa pidiendo ayuda, incluso si, para alcanzarla, como el hijo pródigo, llega escenificando un falso arrepentimiento.
Santo sólo es Dios, a su lado nadie lo es. Puede la Jerarquía, escuchando siempre y no sólo cuando le convenga a quienes gritan Santo súbito, seguir proponiendo modelos que considere dignos de ser tomados como referencia, pero sin meter a Dios en el juego ni promover mediante las canonizaciones la uniformidad frente a la diversidad que ha creado ni, menos aún, poner límites a su misericordia, según Jesús, gratuita e inmensa.