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Sobre la inteligencia artificial -- Antonio Diéguez, Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia -Universidad de Málaga

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La revolución darwiniana, lejos de ser algo ya superado, como a
veces se pretende, aún no ha concluido del todo. Y no ha
concluido porque todavía nos falta una explicación darwinista
adecuada de uno de los rasgos fundamentales de los seres
vivos.

Tenemos explicaciones darwinistas de cientos, quizás de
miles de rasgos adaptativos. La teoría de la evolución por
selección natural nos ha permitido explicar el mecanismo de
ciertas polillas del norte de Inglaterra, la rápida adquisición de
resistencia a los antibióticos por parte de las bacterias, o a los
insecticidas por parte de los insectos, la velocidad en la carrera
de las gacelas, la persistencia de la anemia falciforme en
algunas poblaciones humanas del norte de África, y un largo
etcétera que puede localizarse en los manuales de biología
evolucionista. Pero aún no contamos con una explicación bien
establecida científicamente y suficientemente detallada del
origen y desarrollo evolutivo de las capacidades cognitivas en
aquellos seres vivos que las poseen, y muy particularmente de

las admirables capacidades cognitivas del ser humano.

Conocer el entorno, esto es, adquirir una cierta información de
sus características relevantes, procesar dicha información de
forma adecuada y regular la conducta de acuerdo con el
resultado del proceso, respondiendo así a los desafíos del
medio según las necesidades del momento, parece ciertamente
un rasgo, no ya útil, sino imprescindible para la vida. Algo así
podemos encontrar incluso en la conducta quimiotáctica de la
más simple bacteria.

Para algunos esto merece ya el nombre de
cognición, aunque no todos estarían de acuerdo en este uso
generoso del término. Si este procesamiento de la información
y la correspondiente respuesta conductual se hace a través de la
mediación de un sistema nervioso, como ocurre desde los
artrópodos en adelante, las ventajas adaptativas parecen
evidentes.

Un grado aún mayor alcanzado en este camino adaptativo es el
que despliegan los animales con un cerebro desarrollado, como
aves y mamíferos, en los cuales podemos hablar ya de
auténticos procesos mentales (como creencias y deseos),
aunque también ésta es una afirmación que está lejos de
despertar el consenso. Como ha defendido el filósofo de la
biología Peter Godfrey-Smith, la posesión de capacidades
cognitivas sofisticadas puede encontrar una excelente
explicación como adaptación a un medio complejo, lo que a

estos efectos podemos interpretar como un medio heterogéneo
y variable. Si en medios muy estables, las respuestas fijas,
programadas genéticamente, pueden ser muy ventajosas,
porque ahorran muchos esfuerzos y errores a los organismos,
en medios muy variables sucede justo lo contrario; la mejor
apuesta adaptativa en tales medios no es ciertamente mantener
a toda costa la misma conducta, sino ser capaz de percibir los
cambios y tener a disposición un elenco de conductas posibles
con las que ensayar. Pero para ello hace falta un cerebro
desarrollado que vaya más allá de ser el ganglio nervioso más
delantero. Esta misma explicación podría extenderse, con los
necesarios añadidos, a las capacidades cognitivas humanas, que
superan con mucho a la de sus más cercanos parientes entre los
primates.

Ha sido en las últimas décadas cuando diversas disciplinas,
como la etología cognitiva, la paleoantropología, la
primatología, la psicología evolucionista, y las ciencias
cognitivas en general, han comenzado a indagar en estas
complejas cuestiones y a generar las primeras hipótesis
plausibles al respecto. Y como siempre que en la ciencia se abre
un nuevo ámbito lleno de potencialidades (y de disputas
aseguradas), la filosofía ha mostrado su interés por el debate.
Son numerosas las tareas, unas más cercanas a la filosofía y
otras a la ciencia, que tienen ante sí los participantes en este
debate. Para empezar, han de dar respuesta a una crítica que

afecta a sus propios fundamentos: nada garantiza que sea
factible una explicación adaptacionista de las capacidades
cognitivas. De hecho, hay biólogos, como Richard Lewontin, y
filósofos, como Jerry Fodor, que son sumamente escépticos al
respecto. Quizás tengan razón estos críticos y la empresa de dar
cuenta de la cognición en los seres vivos a través de
explicaciones adaptacionistas sea un empeño desmedido.
Puede, sin embargo, que sus exigencias sean demasiado
estrictas. El tiempo dirá.

Si dejamos de lado esta objeción inicial, que ciertamente no ha
desanimado a los que trabajan en estos asuntos, quedan
todavía vastas cuestiones a las que dar respuesta. Una de ellas
ha sido mencionada ya: ¿a qué organismos podemos atribuir
cognición en sentido pleno?, ¿posee cognición una bacteria o
una ameba, o hemos de reservar este término para organismos
más complejos, como los mamíferos?, ¿acaso sólo los seres
humanos son organismos de los que quepa afirmar que conocen
su entorno, como afirman algunos filósofos?

Un aspecto complementario de esta cuestión es el de cómo
proporcionar una explicación biológica del origen y función de
las representaciones mentales. Desde una preocupación más
filosófica, cabe también preguntarse si la suposición de que
nuestras capacidades cognitivas son el producto de la selección
natural y cumplen por tanto una función propia, que en este
caso es proporcionar un conocimiento adecuado del entorno,
cabe entonces inferir que tenemos capacidades cognitivas
fiables y que, por tanto, las preocupaciones de los escépticos
han estado siempre infundadas.

¿Podría incluso irse más allá y afirmarse que en caso de que dichas capacidades no nos proporcionaran un buen número de verdades no habrían sido seleccionadas o, peor aún, no estaríamos aquí como especie para contarlo? Éste, como puede apreciarse, es el viejo debate filosófico entre realistas y antirrealistas de diverso cuño, en el que quizás el conocimiento más profundo de nuestra historia
evolutiva podrá algún día arrojar algo más de luz.

Tenemos pues ante nosotros un amplio campo de investigación
en el que biólogos, como el propio Darwin, o Konrad Lorenz, y
filósofos, como Spencer, Nietzsche, Mach y Popper, por citar
sólo los nombres más conocidos, vieron una pieza clave para
entender al ser humano y sus relaciones con el resto de los
seres vivos.

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