Desde hacía muchos días, aquel individuo estaba allí sentado, casi siempre a la misma hora. Aquel día, también. “¿Cómo es posible que entre a la Iglesia con un cartón de vino y esa pinta?”, se preguntaba el sacerdote, con la vista suficientemente aguda como para diferenciar a aquellos que portaban una vestimenta acorde con la ceremonia de los que llamaban desagradablemente la atención.
En efecto, el alcohólico vagabundo no se hacía precisamente agradable a la vista. Con barba de diez o doce días, este sucio individuo se sentaba siempre en la duodécima banca solo, pues pocos se atreverían a figurar a su lado. Debía de apestar. En ocasiones, encendía un cigarrillo. Pero, por alguna razón, el párroco de la Iglesia no había decidido expulsarlo nunca de la celebración. No venía a pedir ni a mendigar, simplemente entraba un rato y luego salía, todo esto con suma regularidad.
Semanas después, el sacerdote decidió, una vez terminada la misa, ir a hablar con el extraño mendigo que, con la mirada aparentemente perdida, era siempre el último en marcharse y el primero en llegar. “¿Para qué vienes aquí?” La respuesta se hizo tan inesperada como sorprendente y reveladora para el cura. El vagabundo respondió: “Yo vengo aquí a hablar con mi amigo”, mientras señalaba al crucifijo que presidía el altar. Lejos de expulsarlo, el párroco entendió aquel acontecimiento como otro modo de vivir la experiencia religiosa que, no sin trabajo, trataba de explicar todos los días a sus bien vestidos y educadísimos feligreses.
El individuo entraba aparentemente sin respeto alguno, pero creía en lo que hacía. No parecía poseer nada, pero marchaba siempre con las manos llenas. Aquel hecho dio lugar a una relación entre el sacerdote y el mendigo, que, finalmente, acabó tornándose en una gran amistad. Y no importaba el techo, ni la ortodoxia, ni la encíclica ni el número de collares de oro que llevara el creyente. Tampoco había lugar para partidos políticos ni reivindicaciones electoralistas. Todo esto importaba poco al que ya había perdido casi todo. La fe, en ocasiones, no depende de edificios y monumentales mamotretos, ni deriva de lo que se decida en amplios y lujosos salones. Una Iglesia –en tanto comunidad de creyentes- no puede cerrarse ni prohibirse, igual que aquel mendigo no fue nunca expulsado del templo. Las decisiones de los de arriba no causan mayor problema a los que ya no tienen nada que perder. A muchos de ellos les sigue quedando “su amigo”. Y eso es inamovible.