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3ª) Profunda revisión de la doctrina, y pedagogía, sexual ¿»oficial»? de la Iglesia
La Iglesia no tiene doctrina oficial sobre temas de sexo. Efectivamente no basta pedir perdón. Hay que cambiar radicalmente enormes áreas de actuación en la pastoral, y de su soporte filosófico-psicológico-teológico. Me refiero, en caso, al tema del sexo, y de su explicación y pedagogía, o, tal vez, mejor, su no pedagogía en la enseñanza «¿oficial?» en la Iglesia. Pongo oficial entre comillas e interrogantes porque pienso, con determinación, y después de estudio y meditación de largos años, (¡más sabe el diablo por viejo que por diablo!), que la Iglesia no puede dispensar enseñanza oficial en el tema del sexo.
Mi pensamiento, en el asunto de la relación de la autoridad de la Iglesia en los temas de moral o de ética, es suficientemente coherente para afirmar que no solo en el vidrioso y colorido tema del sexo, sino en todos los que implican decisiones personales que tienen que ver con la ?tica y el comportamiento moral, el Magisterio de la Iglesia, en contra del parecer del mismo, y de la tradición constante de la jerarquía eclesiástica, no tiene, no, no me he equivocado, he escrito, y está bien escrito, y así queda, no tiene autoridad magisterial, al no tratarse de un asunto referente a la v0luntad salvífica de Dios. Así que el primer punto de esta propuesta es recordar que la Iglesia no tiene doctrina oficial en temas sexuales. Y que no es bueno, ni saludable, ni pastoralmente adecuado obsesionarse con el tema sexual, como ha sucedido en la Iglesia en los dos últimos siglos, por lo menos, y obsesionar a las personas, comenzando por los propios educandos , y futuros educadores de niños y adolescentes,, porque «el que siembra vientos recoge tempestades», como estamos viendo, desgraciada, y trágicamente, en las últimas, muchas, demasiadas, décadas.
El Magisterio de la Iglesia no es competente para determinar cuales sean «buenas costumbres». Es hora de que quede bien claro entre los que pensamos, o lo pretendemos hacer, bajo el influjo y la iluminación bíblica, y de la evolución de la Teología, que la ?tica, y los pensamientos morales, son autónomos, que ya pasó la época de la «Filosofia, ancilla Teologiae», la Filosofía como sierva de la Teología, y que la Humanidad, tras largos y penosos esfuerzos, ha conseguido emanciparse de la tutela, poco comprensiva, y casi siempre pesada y nada misericordiosa, del Magisterio de la Iglesia en tema tan profundo y universal como el del comportamiento humano. A mí, personalmente, nunca me gustó, y mucho menos me convenció, la fórmula usada para explicar la Infalibilidad de los concilios ecuménicos, y, después, del Papa, en temas de «fe y de buenas costumbres». Advertí, ya en mis estudios de teología, que esa fórmula era una usurpación, pero solo después de los avances en la sensibilidad social, y de la libertad de conciencia, me he atrevido a expresar firmemente, y ya lo he escrito varias veces en este blog, que el tema de la ?tica y de la Moral es de la Filosofía y de la Sociología.
Y que no solo es ridículo, sino improcedente, que sea el magisterio eclesiástico el que admita lo que está de acuerdo o no con las buenas costumbres, y si se puede o no mostrar, lo pongo a modo de ejemplo, hasta el codo, o el hombro, o, por abajo, hasta la rodilla, o mucho más, del cuerpo de la mujer. Además de ridículo es peligroso, que el Magisterio quiera o pretenda enseñar algo sobre lo que no tiene ninguna indicación bíblica, ni teológica pertinente. Hace ya mucho tiempo, ¡gracias a Dios!, y a la sensatez humana, que este tema ha sido resuelto a la luz de dos principios: el de la libertad individual, y de la muy bien denominada «alarma social». Con estos principios básicos e indiscutibles, e indiscutidos, es suficiente para marcar la línea de las buenas costumbres. Y es algo que, evidentemente, corresponde a la sociedad civil, y al Estado. La jerarquía de la Iglesia ha confundido, demasiadas veces, lo que no le gusta, con lo malo, y lo que le gusta, con lo bueno. Y no hace falta mostrar los cientos de veces que se ha equivocado, tano en una como en otra y contraria dirección.
El sexo, en sí, y sin más, no es pecado. El ser humano es sexuado, y no pude ser pecaminosa sentir esa tendencia sexual, y practicar comportamientos sexuales. Pero sí puede constituir, en determinados supuestos, un comportamiento delictivo. Hasta hace no mucho tiempo la sodomía, no la tendencia, sino la práctica sodomita, era considerada delito. O, también, la practica del sexo con determinadas personas la ley la considera delictiva, por ejemplo con un menor de determinada edad. Y, sobre todo, en casi todas las legislaciones del mundo, se considera delictivo el uso de la violencia y la intimidación para conseguir un favor sexual, es decir, la falta de consentimiento de la otra parte es causante de un comportamiento delictivo.
Esto nos indica no que determinadas acciones sexuales, como tales, sean pecado sexual, sino que el sexo es una tendencia tan fuerte, y provoca una actividad tan compensatoria, que puede ser motivo de abuso, de injusticia, de violencia, de humillación de la otra parte. Entonces no se trata de pecado sexual, sino de pecado de abuso, de injusticia, de violencia, y de actitud humillante o denigrante contra otra persona. Uno de los motivos por los que alguna de las misivas que se han enviado a Roma, o al Papa directamente, en estos días, ha sido por calificar la lacra de pederastia clerical de «pecado horrendo», o con otras denominaciones supuestamente execrables en el ámbito de la mal llamada moral católica, y no llamarlas, directamente, «gravísimos delitos», que lleva, como consecuencia, a tremendas penalizaciones, que no se solventan con un devoto retiro espiritual.
(A modo de nota clasificatoria, un recuerdo de las denominaciones bíblicas referente al sexo. Todos recordamos que el catecismo, y los/as catequistas, definían la prohibición del sexto mandamiento como «no cometerás acciones deshonestas», y el noveno como «no desearás la mujer de tu prójimo», prohibiciones que la Biblia no denomina así. En el terreno de los hechos la prohibición sonaba de esta manera: «no cometerás adulterio», y en el de los pensamientos e imaginaciones, la prohibición era mucho más amplia que prohibir el deseo de la mujer del prójimo, pues determinaba muchos más objetos de deseo prohibidos: «no desearás ni el buey, ni la esclava, ni la mujer de tu prójimo» , lo que significa que la prohibición trataba de evitar la injusticia que un persistente y mantenido deseo podría provocar contra el prójimo. Pero el acto sexual, como tal, no era prejuzgado como pecaminoso, sino el agravio, y la injusticia y deslealtad contra otro ser humano. La variación en la formulación del catecismo, con la desaconsejable fijación en lo puramente sexual, es un claro síntoma de los tristes y desviados derroteros que ha trazado la Iglesia en los últimos tiempos).