Suele englobarse en esa especie de «denominación de origen» tan vergonzosa cual es la de los «sin techo», a los hijos de la marginación, drogadictos, desheredados, alcohólicos, pobres de solemnidad, parias, inmigrantes, que lo son, pero se olvida a un colectivo cada vez mayor: los parados de larga duración. No es lo mismo estar parado a los 20 que a los 50. Cuántas mujeres y sobre todo hombres, después de toda una vida trabajando, de la noche a la mañana se han visto en la calle, han perdido cuanto tenían, engullido por el banco o la entidad de ahorro de turno y viven y duermen en la calle, a la intemperie, haga frío o haga calor, y si comen de caliente es gracias a los comedores sociales o gracias a la caridad mal entendida de la sociedad. Porque dar lo que sobra no es caridad, es limosna.
Ni este Gobierno ni gobiernos pasados ni gobiernos futuros tienen en cuenta, cuando de hacer sus planes sociales se trata, a la enorme cantidad de españoles mayores de 45 años que están en el paro y sin posibilidad alguna de volver a sentirse útiles, de ganarse el pan con el sudor de su frente. Entre otras cosas porque se ha maleducado en ese sentido a las empresas y porque mientras los contratos a jóvenes están llenos de incentivos y exenciones, si es verdad lo que se nos dice y repite hasta la saciedad, para los mayores de 50 años no hay más que postergación y olvido. Y ya está bien.
Los políticos se preocupan de los miles de jóvenes con derecho a voto en las próximas elecciones, y les prometen el oro y el moro, para conseguir su voto, olvidándose que en este país son más los hombres y mujeres en situación de paro y sin redención laboral posible, que ven declinar sus últimos años de vida, los mejores, aquellos en los que han acumulado experiencia, oficio y conocimientos, en las oficinas de empleo que se ven obligados a visitar cada dos meses y pico, en realidad no sé bien para qué, si nadie les soluciona nada.
Cada vez son más los indigentes, los sin techo tardíos. Aquellos que perdieron el empleo a una edad difícil y con el empleo perdieron la familia, el hogar y los derechos a que se hubieran hecho acreedores. Un banco en una plaza, en una estación de trenes o de autobuses, entre cartones, y los más afortunados en un albergue donde su presencia tampoco se puede hacer vitalicia, es su vivienda. Gente incluso preparada, cualificada que por la edad, ¡dichosa edad!, no tiene acceso a trabajo alguno. Como si a partir de los cincuenta estuvieran malditos.
Cuando el ministro Caldera habla de incentivar las jubilaciones tardías, a los 70 años, pensará en los funcionarios, digo yo, porque en buena parte de las empresas españolas de todos los sectores, en cuanto cumples determinada edad, como si estorbaras, como si ya no dieras más de sí, precisamente cuando más llevas dentro y más puedes desarrollar tus potencialidades y tus facultades. Las cosas están hechas así. Ya no se valora la experiencia. Siempre fue un valor laboral y profesional que cotizaba al alza, hasta que llegaron estos tiempos en los que los valores cotizan a la baja o simplemente no cotizan.
Cada vez hay más sin techo en España. Sólo que sus filas ya no las engrosan únicamente los hijos de la marginación. Los parados de larga duración son los últimos en incorporarse a tan ignominiosa nómina precariamente atendida por unos servicios sociales cada vez más cicateros.