Enviado a la página web de Redes Cristianas
A Jesucristo lo hemos callado,
inmovilizado,
introducido en una talla de madera policromada
para poder pasearlo,
para poder rezarle,
cantarle,
lanzarle pétalos de rosas del color de su sangre,
sin que se inmute,
sin que se nos rebele,
sin que nos grite que no nos reconoce,
que no lo conocemos…
(Jesucristo,
plagado de heridas bien pintadas,
ajeno a la fiesta,
mirada perdida,
sordo a trompetas y tambores).
Sólo nosotros oímos los tambores,
y nos emocionamos,
y observamos con fe nuestra emoción:
la túnica bordada en oro,
nuestra sincera petición de amparo,
el ensayado compás de los costaleros,
nuestra profunda tradición cristiana,
los gallardetes y los pebeteros,
nuestro compasivo fervor indubitable,
los hachones, los estandartes, los escapularios,
las dispendiosas joyas de Vírgenes de mil nombres…
Pero nadie,
nadie
se percata de que el verdadero Hijo del Carpintero
no ha acudido a la procesión,
de que ni siquiera imaginaría tanta imaginería,
de que no se ha movido de la luz de su Evangelio…
Está muriéndose de hambre
en cualquier lugar del mundo.
O huyendo despavorido
de sus asesinos.
O crucificado en el monte del miedo
de una guerra lejana, cercana.
O abrasándose en la maldita sima
de la soledad
O hacinado
sobre una desvencijada patera
porque no sabe caminar sobre las aguas.
O buscando refugio para sobrevivir
en el valle de desposeídos.
O recogiendo unos cartones
para protegerse del frío de la “madrugá”…