Catedral abarrotada, aplausos continuos durante la celebración, regalos, abrazos, besos y hasta lágrimas. Pocos obispos pueden presumir de ser tan queridos como Juan María Uriarte. Y como obispo sumamente querido lo despidieron ayer sus fieles y sus curas. Por eso y por otras muchas cosas, el todavía administrador apostólico de San Sebastián dejará un hueco difícil de rellenar. Porque Uriarte no sólo fue un gran obispo de San Sebastián, sino uno de los mejores obispos españoles de las últimas décadas.
Lo dicen todos los que lo conocen. Desde fieles a curas, pasando por obispos. Y no sólo en el País Vasco. Y si no pregunten en Zamora, donde todavía lo echan de menos diez años después de su marcha.
Y es que Uriarte lo tiene todo. Es una gran persona. Con cualidades innatas excepcionales. Con dotes de mando y carisma. Nunca le hizo falta imponer su autoridad. Siempre la cosechó sin esfuerzo. Fue siempre un obispo padre y amigo. Por eso, supo delegar y confiar en sus colaboradores. Preparado, inteligente y con dotes de gobierno y gestión. Hasta deja las cuentas económicas claras a su sucesor y una diócesis reorganizada en unidades pastorales.
Uriarte es, sin duda, el obispo que más y mejor conoce la Psicología de curas, frailes y monjas. A él acuden decenas de religiosos y religiosas en busca de aliento y vías de salida para sus noches oscuras mentales y espirituales.
Porque, a pesar del cliché de obispo político que siempre le ha perseguido, Uriarte ha sido ante todo un gran padre espiritual. De los de antes. Un maestro de espiritualidad profunda, sana, recia, equilibrada y puesta al día.
Con esas bases humanas y espirituales tan sólidas no es de extrañar que se convirtiese en un abanderado del diálogo. En el ámbito político, en el que se desvivió por la pacificación de Euskadi. Y, por eso, la derecha católica le crucificó casi tanto como a su predecesor, monseñor Setién.
Y también fue un hombre de diálogo y compromiso en el ámbito eclesiástico. Sabiendo que las tornas habían cambiado en Roma y que, en Madrid, no contaba con las simpatías de Rouco. Quizás porque era de los pocos que no decía siempre y en todo amén al supercardenal.
Se va con la cabeza alta, rodeado de cariño. Y con la dignidad que lo caracteriza. Por eso, en su despedida, no reivindicó sus logros (que son muchos), sino los de su diócesis denigrada sin motivo por la ultraderecha política y eclesiástica, que la convirtió en el imaginario colectivo español en el símbolo de todos los males que aquejan a la Iglesia actual. Por el simple pecado de defender el Vaticano II. Sin dar marcha atrás.
Quizás el único ?pecado?? de monseñor Uriarte haya sido no aprovechar su condición de icono mediático nacional para explicar más y mejor la labor de su diócesis y su propio trabajo. Uriarte no es un rojo ni un hereje o un desafecto al Papa. Por mucho que lo digan los neocón de guardia y los talibanes de sacristía.
Y si su corazón es nacionalista (que no lo sé), tiene derecho a serlo. Porque el de la encarnación es uno de los principios básicos del cristianismo. Nacionalista no excluyente. De hecho y aunque pocos lo saben, visitaba continuamente a las víctimas del terrorismo y fustigó sin piedad a los violentos. Pero todo eso nunca se supo en el resto del país, porque Uriarte no se prodigó en los medios. Y hay muy pocos obispos en España que tengan el privilegio de poder romper el techo de cristal de los medios de masa para que sus mensajes y los de la Iglesia lleguen a la sociedad.
Humilde, pero seguro de su obra, la única indicación que se ha permitido hacer en público a su sucesor, monseñor Munilla, es que ?redescubra?? (porque se pasó allí más de una década sin hacerlo) y ?potencie la riqueza de su viña de Guipúzcoa??. Que es mucha. Y eso no lo dice alguien tan serio y riguroso como Uriarte, si no está absolutamente seguro de ello. Aunque también tenga sus lagunas y defectos, que no dejó de reconocer.
Se va, monseñor Uriarte. Se va un gran obispo. Esperamos que, desde su jubilación activa, nos siga iluminando. La Iglesia española ?moderada?? lo necesita. Tiene que seguir ayudándonos a respirar, a amar la pluralidad y a sentirnos miembros de una Iglesia, de la que los excluyentes quieren echarnos. Vaya, desde aquí, nuestro reconocimiento y nuestro homenaje más sincero. Gracias, monseñor, agur.