Enviado a la página web de Redes Cristianas
Los ojos del mundo están puestos en la Capilla Sixtina de Roma. Y lo están de un modo especial los ojos del mundo católico que esperan algo nuevo para el inmediato futuro de su Iglesia.
El pasado cónclave no dio paso para plantear problemas que apremiaban a la Iglesia, no era tiempo para la discusión ni las reformas. La restauración impulsada por Juan Pablo II se impuso con tan gran uniformidad que, a su sombra, fue elegido sin dificultad quien podía continuarla: Benedicto XVI.
Pero los últimos años de Ratzinger como Papa, han abierto un espacio inesperado a lo que se daba por cerrado. Su mismo gesto de renunciar al ministerio petrino, revelaba el extremo a qué había llegado la situación interior de la Administración Vaticana.
Se consideraba casi inmutable el permanecer hasta el final en el cargo pontificio. Pero el Papa, sabio él y eminente teólogo, no tuvo dudas ni escrúpulo alguno: la misión, que se le había encomendado y que él había aceptado, era para el bien y servicio de la Iglesia, y no al revés. Y con humildad y firmeza anunció retirarse, por no sentirse capaz física ni espiritualmente para llevarla a cabo debidamente.
Ya como Papa y con el corazón sacudido por los abusos e irregularidades que le había tocado sentir (corrupción, pedofilia, filtración de documentos de la mesa del Papa y del Banco del Vaticano, feroz lucha por el poder entre Bertone, secretario de Estado y el ex – secretario Sodano, ya emérito, etc.) se encontró con una responsabilidad tal que él reconocía no tener energía para aplicarla. Se autoconvenció de lo que, todos los que le conocen, venían anunciando: Ratzinger es teólogo, fino y eminente, pero no hombre de gobierno, ajeno al poder, tímido y sin determinación para enfrentarse y resolver. Pero, ¡oh sorpresa!, quiso y decidió encomendar a su sucesor tan ingente tarea.
Pero la pregunta es, ¿habrá claridad y determinación en el colegio cardenalicio para acometer un cambio radical en la cúpula de la Iglesia? Todo parece indicar que la tormenta desatada habrá animado a los cardenales a no inhibirse y a no dejar las cosas como antes.
Por otra parte, gran parte de la cristiandad recobra cierta esperanza y cree que es ahora cuando se debieran proseguir los cambios apuntados por el Vaticano II y que, a la vuelta de unos años, quedaron frenados sino enterrados. La primavera del concilio fue breve y las ilusiones acabaron en decepciones. El mismo cardenal Ratzinger había calificado en el 1985, ?como decisivamente desfavorables los 20 años del posconcilio??.
Ocurrió que sobrevino un período invernal, que ha durado hasta nuestros días. Habría que analizar por qué un teólogo de la categoría de Ratzinger, abierto y progresista antes de llegar a ser Prefecto del ex -Santo Oficio, no dudó en denunciar graves errores de la teología de la liberación y aplicar severamente la censura a más de 100 teólogos, muchos de ellos peritos y artífices de los documentos del mismo Concilio. Rectificar en este punto y convocar a tantos teólogos a un reencuentro fraterno que reconociera su meritoria labor al servicio de la Iglesia, hubiera sido un gesto noble que hubiera sido aplaudido en la Iglesia.
No es posible seguir al frente de la Iglesia, y ejercer la corresponsabilidad que les toca, sin que los cardenales adviertan que el reto primero que les plante el pueblo de Dios es la democratización de la Iglesia. Llevamos un milenio, tras el paréntesis frustrado del Vaticano II, sin que se cuestione la organización jerárquica piramidal que nos legó la reforma gregoriana. Los perdedores del concilio, nostálgicos de la Edad Media y del concilio de Trento, contaron con la palanca de la curia, y desactivaron el dinamismo renovador del Vaticano II.
Es hora de acometer ese cambio primero, sin el cual no hay renovación posible. Con un poder tal como hoy lo tiene el Papa, tan concentrado y absoluto, transferido al innecesario y antimoderno colegio cardenalicio y en gran parte al aparato curial, difícilmente se pueden emprender las otras muchas reformas pendientes.
Entre ellas está la primordial de que la autoridad reside en el colegio apostólico con Pedro a la cabeza, hoy los obispos con sus diócesis y Conferencias episcopales.
La descentralización es un imperativo para nuestro tiempo, pues pasado el tiempo de cuando los poderes civiles intervenían en la designación de los obispos, hoy se debiera volver a reinstaurar la participación de las iglesias locales en la elección de sus pastores. Y, por contradecir la más originaria tradición de la Iglesia, no debiera existir en la Curia la figura de obispos como titulares de diócesis inexistentes.
La soberanía del pueblo de Dios es lo primero, y en él todos somos iguales, con la misma dignidad. Y de ella derivan los ministerios o servicios para el bien y beneficio de la comunidad. Y esa soberanía es la titular ?en última instancia lo es de Dios quien la funda- de esos ministerios y con ella hay que contar a los diversos niveles para nombrarlos y ejercerlos.
El sacerdocio cristiano, derivado del de Jesús, es común a todos los fieles y está por encima del ministerio presbiteral, que no tiene más razón que hacer efectivo el buen ejercicio del sacerdocio común. Jesús de Nazaret no dejó ninguna base para erigir un grupo de poder dentro de la Iglesia y menos como viene funcionado en la actualidad.
En este sentido, sólo si la Iglesia se siente y camina como pueblo de Dios, podrá descubrir que estas y otras reformas deben llevar a la reforma esencial: la de ser y aparecer en el mundo como ?iglesia de los pobres??. Ella debe hacer visible que el Dios de Jesús es un Dios de los pobres y de las víctimas y proclamar ante los poderes económicos que no es compatible creer en Dios con el culto al dios Dinero. ?Es imposible servir a Dios y al dinero??.
Sería este un cometido para llenar todo un Cónclave y que pondría a la Iglesia en línea con los logros de la modernidad, los derechos humanos y sobre todo con los principios y valores del Evangelio.