Por mucho que la dinámica mediática y algunos interesados quieran conducir el «caso Munilla» a coordenadas políticas (que también las hay, lógicamente), la batalla esencial que se está librando en San Sebastián no es entre nacionalismo y españolismo, sino entre dos modelos de Iglesia: el conciliar y el preconciliar con un barniz conciliar.
En Donostia, con Munilla impuesto como obispo, se cierra el bucle y se puede dar por finiquitada, en la Iglesia jerárquica española, el modelo del «pueblo de Dios» (diálogo, apertura, aconfesionalidad, corresponsabilidad de los laicos, Iglesia samaritana, opción por los pobres y tantas otras cosas). Volvemos al modelo piramidal disfrazado de la trinchera, de la condena, del no, de la autoridad y de la uniformidad. O eso cree y quiere el cardenal Rouco Varela.
Esto es, a mi juicio, lo verdaderamente dramático de todo lo que está pasando en San Sebastián. Los que perdieron el Concilio (entre los que figuraba el propio Juan Pablo II) o los que cambiaron de chaqueta al poco tiempo (entre ellos, el Papa Ratzinger)están imponiendo su modelo en todas partes. Con más decisión y rapidez en Europa. Les cuesta más en Latinoamérica, por ejemplo. Benedicto XVI, además, tiene prisa por culminar la restauración.
En España, el cambio de modelo comenzó tras la rápida y vergonzante retirada del cardenal Tarancón. Desde entonces, Roma hizo todo lo posible por cerrar las puertas abiertas del Vaticano II. Fundamentalmente, con un mecanismo que funciona a la perfección: el nombramiento de obispos y la acomodación de los líderes episcopales españoles a los nuevos vientos romanos.
Suquía, que había sido montiniano en Málaga, se hizo wojtyliano en Santiago y abanderado del cambio de rumbo. Como tal llegó a Madrid y, en tándem con Tagliaferri, fue marginando a los últimos de Tarancón. La operación la continuó el cardenal Rouco. Con más poder y con más celo y radicalidad que su predecesor. Y, en los últimos años, sin cortarse un pelo.
Rouco, que también había sido ardiente partidario del Concilio al menos mientras fue profesor de Salamanca, está convencido que el Vaticano II (o su mala aplicación) es la causa de todos los males de la Iglesia española. Y ya no se trata sóllo de desautorizar o evitar los abusos cometidos. Hay que volver atrás. Cerrar filas, plantar cara. A su juicio, es mejor una Iglesia perseguida y con mala imagen que una Iglesia irrelevante.
Cada cual puede defender su modelo eclesiológico. Así se hizo desde los tiempos de la Iglesia primitiva. Lo malo es que, en España, se intenta imponer el modelo preconciliar enterrando al conciliar. Eso es lo antievangélico. Porque acaban con el pluralismo en la Iglesia. Y dejan sin aire a gran parte de los católicos y de sus pastores. Los obispos «moderados» pasan por «rojos». Ya no cabemos todos en la Iglesia. Quieren aplicar la uniformidad, el estás conmigo o contra mí. Quieren imponer un único camino, de la mano de los Caminos, los únicos movimientos «fiables», mientras se condena al ostracismo a los religiosos, por ejemplo. Con chascos como el de los Legionarios de Cristo.
Pero la jerarquía española es más que Rouco. Muchos obispos moderados no están dispuestos a entrar por ese aro. Y forman frente contra el cardenal de Madrid. Son conservadores, pero moderados y abiertos a la pluralidad. Como no puede con los «viejos», Rouco se ha lanzado a promover a los jóvenes «talibanes», en los que confía plenamente y que comulgan a pie juntillas con el modelo y con el líder. De ahí proceden todos los nombramientos de los últimos años. Desde su sobrino hasta Munilla. No se le ha escapado ni uno que no sea de su cuerda. Con la anuencia del cardenal Re, claro está.
El País Vasco y Cataluña se le resisten especialmente al cardenal de Madrid. De ahí su plan para ambas zonas. Un plan que culmina ahora con Munilla en San Sebastián. Y que pronto puede ver a Blázquez (al que se acusa ya de haberse «adaptado») fuera del país vasco, sustituido por Iceta.
Pero ni en Cataluña ni en el País Vasco lo va a tener fácil Rouco. El clero acaba por «domesticar» siempre a sus obispos. Por muy «radicales» que sean. Un obispo sin sus curas no es nadie ni puede hacer casi nada. La iglesia diocesana se basa en su presbiterio, presidido por el obispo como principio de comunión. Comunión, precisamente, entre las diversas tendencias. Que la Iglesia, cuanto más mosaico sea más bella es y más resplandece.
Que defiendan su modelo, sí. Pero sin excluir a los otros modelos de ser y sentirse Iglesia. No es mucho pedir.
Ni las bases ni los curas quieren volver atrás. Y por mucho que se empeñe Rouco no creo que lo consiga. Es fácil prever, pues, que hasta Munilla termine amoldándose a la realidad de su nueva diócesis. Y si no lo hace, sufrirá un calvario, tendrá que encastillarse y romperá la comunión. Y ése es un pecado grave. También para un obispo.