Cuando las situaciones comienzan a hablar y las personas escuchan sus voces, entonces emerge el mundo sacramental»
He llegado a Madrid para hablar con Felisa Merchán, hermana de Mª del Monte. Se ha mostrado muy dispuesta a desplazarse hasta la estación de autobuses y tener aquí una entrevista rápida y apresurada. («Yo me muevo muy bien por el metro», me dice). Nos hemos dado un abrazo largo, entrañable y emocionado, lleno de besos. Hace cuatro meses que murió Mª del Monte y no nos habíamos visto hasta ahora.
Felisa ha llorado a raudales y a mí se me han saltado las lágrimas.
Ya más tranquilos, nos hemos sentado en una mesa apartada. Queríamos hablar durante más de tres horas, hasta la salida de mi autobús de vuelta. Felisa traía unos pequeños apuntes «para que no se me olviden algunas cosas». Habla como una ametralladora para ganar tiempo. Yo intento seguirla tomando notas casi taquigráficas para no perder el hilo. Algunas me ha costado gran esfuerzo recuperarlas
Felisa y Mª del Monte son dos hermanas mellizas (las «Melli»), las más pequeñas, además de Carmen y Emilia. La gente decía a su madre: -«¡Qué «aburría»! ¡Todas mujeres!» Pero la madre respondía orgullosa: -«¡Tengo cuatro soles!»
Sigue Felisa… -«Monte fue muy feliz en su infancia», aunque, con ocho años, murió el padre. Solía decir: «El pueblo es mi casa». Y recorría de pe a pa su pueblo: Cazalla de la Sierra (Sevilla). Un detalle curioso: nunca quiso volver desde que salió allá en 1948 (¡!). No quería verlo cambiado. Mantenía una fotografía mental de las calles, las casas y las personas que vivían en cada casa…
-«Monte era muy alegre, pero pensadora, como ella sola». Muy cariñosa, pero no besucona. Le encantaba bailar. Un pretendiente la rondaba con insistencia. Se iba a bailar a la feria y volvía a las tantas. En casa le regañaban por eso. Ella se callaba, pero volvía a llegar tarde.
Me asombra la vitalidad y la expresividad de Felisa, a sus 83 años. Felisa habla con los ojos, con las cejas, con la frente, con la sonrisa, con las manos, con el tono de voz… Yo me quedo «embobao» escuchándola y se me olvida escribir. ¡Atiza! Y vuelvo a mi tarea para no perder detalle. En un momento dado casi se derrumba: -«Me falta la mitad de mi vida». Y añade: «¡Es que estuvimos juntas hasta en el vientre de nuestra madre!». Alguien le comentó: -«Pero tienes la mitad de tu vida resucitada». Una ventana luminosa que nos inunda de esperanza.
Felisa ingresó en las esclavas concepcionistas en 1946 y dos años después lo hizo Monte. A Monte «le costó muchísimo encajar», porque experimentaba muy agudamente que las trataban como niñas pequeñas en aquellos tiempos de formación conductista y de infantilismo religioso. Como otras muchas monjas de su congregación, estudió en la universidad. Ella sacó la licenciatura en historia.
Como profesora, siempre fue muy valorada por sus alumnas en el «preu» de entonces. Otra persona que convivió con Monte durante aquellos años me dice escuetamente: «Siempre fue muy veraz, pero muy tierna. Nada agresiva. Pero, eso sí, no se callaba ni debajo de agua, sobre todo con las superioras».
Monte se sintió, por fin, a gusto y encajada en las residencias universitarias de su congregación, primero en Madrid y luego en Granada. Trabajó a placer con aquellas muchachas, ya adultas. En Granada, consiguió construir una nueva residencia universitaria, contra viento y marea y con mil dificultades económicas.
La historia de cada persona se entrecruza con acontecimientos externos que nos interpelan y cuestionan nuestros esquemas de valores. El Concilio Vaticano II había sido un revulsivo evangélico de efecto retardado, sobre todo en España. La década de los setenta significó una eclosión luminosa y desconcertante a la vez. Desconcertante era sin duda que la directora de una residencia universitaria planteara dejar toda aquella actividad de tanta repercusión para irse a vivir en un barrio marginal y trabajar como limpiadora o como pinche de cocina.
A Monte le costó mucho, muchísimo, tomar su propia decisión. El jesuita Adolfo Chércoles, que trabajaba de albañil, le ayudó en el proceso de búsqueda interior. Después vino la tarea de convencer a las superioras… Por fin, aceptaron que aquel viraje tan radical e inquietante entraba dentro del «carisma» de la congregación.
Ángeles Aranda, una de las compañeras de iniciativa, recuerda muy bien la fecha: el 24 de septiembre de 1968. «Estaba saliendo la procesión de la Virgen de las Angustias». Iniciaron nueva vida en una casita normal de un barrio modesto de Granada: Haza Grande. Eran cuatro: Ana, Ángeles, Engracia y Monte. Monte trabajó de ayudante de cocina, de limpiadora en colegios y hasta en el colegio mayor de los jesuitas. Me identifico mucho con el desconcierto interior de Monte y de todo el grupo porque yo lo viví en mis propias carnes. Más de una vez las visité en el barrio para compartir experiencia y vida.
Una de tantísimas anécdotas. La primera vez que fueron a buscar trabajo, Ángeles y Monte se presentaron en el colegio de los franciscanos. Las admitieron como limpiadoras y el fraile les pidió el carné de identidad para darlas de alta. Ángeles tenía un carné más reciente y no ponía nada de religiosa. Pero el carné de Monte seguía en aquel gueto religioso-jurídico que tanto nos costó romper. Con gran agilidad mental le dice al fraile: -«¡Huy! Yo no llevo nunca mi carné. Lo tengo muy guardado allí en el pueblo en una cajita de madera para que no se me pierda». El fraile la miraba asombrado y repetía: «Pero, ¿cómo es posible que no traiga Vd. su carné…?» Ángeles comenta muy divertida que el fraile veía que aquella mujer no tenía cara de tonta, pero no lograba situarse… Allí trabajaron las dos durante un curso, mientras el carné de identidad de Monte seguía bien guardado «en su pueblo», en la cajita de madera.
En 1973, a Monte le detectaron un cáncer de mama. El proceso debía ser galopante (¡le diagnosticaron dos meses de vida!). De forma inmediata le cortaron un pecho. «A Monte le acobardaba mucho la enfermedad», dice Felisa. Ángeles añade: «Le tenía pánico a la muerte». Tras una recuperación dolorosa y traumática, Monte siguió el camino elegido. Junto con Ángeles, trabajó como pinche de cocina. Ángeles estaba siempre al quite de la manera más discreta porque Monte no podía hacer esfuerzos debido a su enfermedad.
Ángeles subraya el «impacto» que Monte iba dejando por donde pasaba. Destaca «su apertura, su generosidad y su entrega. Tan sencilla que parecía no hacer nada». Las mujeres del barrio le consultaban sus problemas. Como Ángeles vive en Granada, se encuentra con universitarias y con antiguas compañeras de trabajo. Comprueba cómo el recuerdo es profundo y continuado. «Pasó haciendo el bien». Conmoción en Haza Grande, tras la muerte de «la Montes». Entre los muchos comentarios, «Ya tenemos una santa en el cielo».
La trayectoria es inmensa. Su congregación, como tantas otras, tuvo una sensación de vértigo ante innovaciones tan desestabilizadoras y dio marcha atrás. Nuevas presiones para que abandonaran aquella forma de vida y volvieran al «redil» o para que salieran de la congregación. Tres de ellas no estaban dispuestas a ninguna de las dos cosas… y las echaron en 1974.
Allí, en el barrio y en el trabajo, siguió Monte hasta 1983. Felisa había salido de su congregación («me sentía muy encajada hasta que vi otra cosa») y se instaló en Madrid. Tuvo un amago de cáncer de mama y a Monte le afloraron todas sus angustias y sus traumas. Dejó el barrio con un «desgarro» enorme y marchó a Madrid para atender a su hermana. Había sido una falsa alarma, pero Monte siguió ya en Madrid, trabajando en las casas por horas, en una bizcochería o llevando niños al colegio… Allí siguieron las dos hermanas en la brecha de la justicia: manifestaciones, encuentros, reuniones… «No entrábamos en casa». Les decían: -Pero, ¿Cómo podéis aguantar a vuestra edad?
En fin, se me quedan muchísimas cosas en mis papeles. Una reflexión final. Hay personas que se recuerdan sobre todo por lo que hicieron o por los cargos que ocuparon. A Monte la recordamos por lo que ella fue… Pero Pilar Morales, compañera de las dos hermanas, lo formuló admirable y delicadamente, en esta despedida que leyó en la eucaristía:
Monte, queremos despedirnos de ti… Decirte «adiós»… Tal vez, «hasta luego»… Tal vez… «hasta ahora»… (si creemos que estarás siempre con nosotros). Cada cual expresará su despedida como la tenga en el corazón. Pero estoy segura de que todos compartimos muchos sentimientos de gratitud.
¡Gracias, MONTE! ¡Gracias por todo! Siempre que nos acercamos a ti, encontramos la acogida, la cercanía, la cordialidad más sincera… Siempre fuiste, por encima de todo, HUMANA… Siempre fuiste VERDAD para nosotros…
Nunca nos hablaste de Dios blandiendo certezas ni seguridades… Sencillamente, compartiste con nosotros tu perplejidad ante el misterio de Dios y de la vida… y nos ofreciste compartir también la búsqueda sincera de la verdad.
Cada cual decide su postura ante el misterio. Tú decidiste alinearte con el sencillo Maestro de Galilea que nunca habló desde cátedras de poder; simplemente compartió su vida con las gentes y les ofreció, sin grandes ni complicadas disquisiciones, solo con palabras e imágenes sencillas y al alcance de todos, un simple pero rotundo mensaje:
+ Que Dios es ?tiene que ser- UNA BUENA NOTICIA.
+ Que el ser humano está hecho para LA VIDA Y LA FELICIDAD.
+ Y que esta vida y esta felicidad no es solo para unos pocos sino PARA TODOS.
Tampoco lo difundió con grandes y poderosos medios (que entonces no existían) ni ofreció riquezas que no quiso tener. Simplemente ofreció su mensaje a quien quisiera recibirlo en LIBERTAD y en ello puso su persona hasta la muerte, viviendo plenamente aquella virtud con la que debe culminar siempre la grandeza del ser humano: LA COMPASI?N…
Esta fue tu elección. Con ella te vimos recorrer tu camino… Unas veces con muchas dudas e incertidumbres y otras, con el convencimiento de haberle encontrado un profundo sentido a tu vida…
Elegiste planteártela en el nivel más sencillo y compartirla con los más débiles. Y ello no como un sacrificio extraordinario, sino como un camino luminoso con el que te apuntaste a la lucha por la justicia y a la práctica sincera de esa COMPASI?N.
Gracias, MONTE. Gracias otra vez:
Por tu insobornable honestidad…
Por tu sincera búsqueda de la verdad.
Por tu extraordinaria sensibilidad hacia la justicia social y el dolor humano…
Por tu entrañable sentido de la amistad…
¡Gracias! Porque fuiste:
Para Felisa, «una Melli» MARAVILLOSA…
Para Carmen y Emilia, una completa y CARI?OSÍSIMA hermana…
Para tus innumerables sobrinos, «UNA TÍA ESTUPENDA»…
Y para nosotros… quienes tuvimos la suerte de conocerte y compartir algo de tu vida, una amiga IMPAGABLE, siempre cercana y acogedora…
Siempre te recordaremos COMO T? ERAS: sin arrogancias ni suficiencias…; con el permanente ofrecimiento de tu amistad verdadera… Y también con tus limitaciones y tu humanidad vulnerable, débil y muchas veces «doliente», pero, sobre todo, con tu espíritu VALIENTE Y LUMINOSO…
Queremos prometerte que acompañaremos y arroparemos a tu «melli querida», para hacerle más llevadero el vacío que le ha dejado tu ausencia… Sin agobiarla, pero ofreciéndole TODO LO QUE NECESITE.
Adiós, MONTE, siempre VIVIRÁS entre nosotros.
Un sobrino de Monte intervino también tras la lectura de esta despedida. ?»Yo no soy creyente. Pero yo creo en el espíritu de Mª del Monte y en el espíritu de mi madre. Eso es lo que yo quisiera para mí». A los pocos días de esta despedida, me cuenta Felisa que volvieron a Cazalla con las cenizas de Monte. Celebraron una eucaristía en la ermita de la Virgen del Monte. La sobrina Pilar leyó de nuevo esta despedida. Después salieron a una pradera llena de flores y fueron esparciendo las cenizas de Monte…