Hace diez años, estallaba una revuelta racista en El Ejido en Andalucía. La caza de inmigrantes marroquíes y africanos había alcanzado una cuota de brutalidad sorprendente: unos sesenta heridos. España estaba conmocionada. Yo formé parte de una delegación enviada a El Ejido, recordaré durante mucho tiempo los rostros desesperados de aquellos inmigrantes.
Hoy, toca la caza de los trabajadores agrícolas inmigrantes de Rosarno, pueblo de Calabria, en el sur de Italia.
La violencia de las agresiones traduce la deshumanización en marcha de estos trabajadores que hacen prosperar la región con la cosecha de mandarinas. No hay límites a su explotación, les pagan 20 euros al día, y deben aceptar vivir sin agua corriente, sin electricidad y sin baños.
El racismo se ha banalizado en Italia. El partido anti-inmigrantes de la Liga Norte se encarga de que así sea. El poder no condena los actos de racismo. Se conforma con llevar a cabo su política de represión.
Como en El Ejido, la caza del inmigrante fue brutal. Los habitantes de Rosarno levantaron barricadas, sembraron el terror e hirieron a decenas de personas golpeándolas con palos y barras de hierro. Los inmigrantes tuvieron que huir para sobrevivir.
En los diferentes países de Europa, se convocan concentraciones de protesta delante de las embajadas de Italia. Eso fue lo que ocurrió en París. Pero fue imposible acercarse a la Embajada porque la policía bloqueaba los accesos por las calles aledañas. Tuvimos que concentrarnos mucho más lejos. Fue una ocasión para recordar una vez más que los inmigrantes son seres humanos que tienen derecho a nuestro respeto. Al rechazarlos nos desfiguramos.
Los inmigrantes son seres humanos que merecen respeto.