“¿Si maté a alguien? Claro que maté a alguien. He perdido la cuenta de cuántos maté con mi fusil. Cuando lo hacía con el cuchillo, mis superiores me obligaban a saborear la sangre del muerto para protegerme”. Así, con esta frialdad, se refiere el adolescente de 16 años Mayala (un nombre ficticio por motivos de seguridad), a su experiencia de cuatro años como soldado del FDLR (Fuerza Democrática para la Liberación de Ruanda).
Mayala viste una camisa estilo hawaiano y durante la conversación se lleva repetidas veces a la boca un rosario de plástico. Narra su historia sin detenerse, sin necesidad de hacerle muchas preguntas, acostumbrado a repetir sus vivencias ante psicólogos, educadores y algún que otro periodista occidental.
Todo comenzó para él a los 12 años, cuando miembros del FDLR (grupo rebelde formado por hutus que participaron en el genocidio de Ruanda) lo secuestraron mientras se dirigía a su casa. Las primeras tres semanas le obligaron a cocinar para ellos y luego recibió dos meses de instrucción. Transcurrido ese tiempo, se encontraba listo para matar: “Por ejemplo, el 28 de septiembre del año pasado asesiné a seis soldados del CNDP (Congreso Nacional para la Defensa del Pueblo, grupo rebelde formado por tutsis congoleños y cuyos combatientes, a finales de marzo de 2009, pasaron a formar parte de las tropas nacionales congoleñas tras la captura de su líder, Laurent Nkunda) y a tres civiles que intentaban robar en las ciudades que ocupábamos. ¿Si tenía miedo? Sí, a veces. Pero era lo que debía hacer. Cuando fumábamos marihuana, el miedo desaparecía”, comenta sin atisbo de remordimiento. Mayala se halla completamente solo. Sus padres fueron quemados vivos por tropas del CNDP y sus hermanos, más tarde, asesinados por sus antiguos compañeros del FDLR en reprimenda por haber “vendido”, según ellos, su fusil. Un arma que en realidad le confiscaron las tropas de la MONUC (nombre que recibe la misión especial de las Naciones Unidas en la R.D. Congo) en el momento de desmovilizarlo.
R.D. CONGO
La R.D. Congo es un país extenso, con una población de 60 millones de habitantes. De norte a sur existe la misma distancia que de Berlín a Lisboa. La situación económica, en todo el territorio, es pésima. Según un informe de las Naciones Unidas sobre Desarrollo Humano (publicado en 2008), la R.D. Congo ocupa el puesto 177 de un total de 179 países. Sin embargo, la guerra, las matanzas entre diferentes grupos armados por el control de los yacimientos de oro, diamantes y coltán, se reduce al noreste del país, a las regiones de Kivu Norte, Kivu Sur y la provincia Oriental.
Mayala pasó un tiempo en la misión salesiana de Don Bosco instalada en Goma, ciudad de 600.000 habitantes situada en la provincia de Kivu Norte, en la frontera con Ruanda. Una ciudad dominada por el lago Kivu y por el imponente volcán Nyiragongo que, en 2002, sepultó muchos de sus barrios. Goma, una ciudad de casas bajas y chabolas, de calles de tierra y asfalto repletas de agujeros, sucia, con montañas de residuos amontonadas por doquier, caótica, con un tráfico numeroso que desconoce las reglas de circulación.
La ciudad de Goma se ha convertido en centro de operaciones de todas las ONG y organismos internacionales que actúan en la zona. Hasta ella y sus alrededores van llegando en tromba o en goteo miles de desplazados que huyen de los combates. Un conflicto con etapas que van desde la guerra total hasta períodos de aparente calma, donde los asesinatos nunca dejan de cometerse. Desde la pasada década esta crisis ha causado más de 3 millones de víctimas. Los campos de refugiados, algunos con más de 17.000 desplazados como los de Kibati o Mugunga I, II y III, son el rostro más visible de la pandemia que padece el país. Miles de personas que huyeron con lo puesto, muchas veces tras haber perdido a algunos de los suyos, y que malviven en la desidia entre cabañas de madera y plástico, esperando el ansiado momento del regreso a sus hogares. “Tuvimos que huir. Los rebeldes comenzaron a asesinar gente, quemar las casas, violar a las mujeres. La mayoría de mi familia fue asesinada: mi marido, tíos, primos. En mi pueblo me dedicaba a la agricultura, aquí no sé qué hacer”. Ese ‘aquí’ se refiere al campo de refugiados de Mugunga II. La que habla es una mujer envejecida a la que sólo le queda su hija de cinco años.
DON BOSCO
La misión salesiana de Don Bosco, que también acogió en algunos momentos a más de 100 familias de desplazados, está situada en la periferia de Goma, en uno de sus barrios más humildes, N’Gangi. Esta zona fue sepultada en 2002 bajo la lava del Nyiragongo y en la actualidad se levanta sobre los restos de aquella lengua de fuego ahora solidificada. La misión de Don Bosco, que abarca una extensión de un par de campos de fútbol repleta de instalaciones de una sola planta, se libró de aquella catástrofe al estar situada en un pequeño cerro. Dirigida por el Padre Mario desde 1997, este misionero venezolano ha convertido su labor en una vía de esperanza para la castigada población local. Un “Dios bendiga al Padre Mario” se repite incesante al preguntar en las calles de Goma qué significa para ellos el trabajo que este sacerdote salesiano realiza en N’Gangi. Una labor que se ocupa de los más necesitados y ha hecho accesible algunos bienes que antes sólo estaban reservados para unos pocos: educación y sanidad gratuitas, reparto de microcréditos para comenzar un negocio, acceso a vivienda digna, comedores, escuelas de oficios, orfanato, casa de acogida para niños y niñas de la calle, sección de niños malnutridos, desmovilización de niños soldado. Una labor que se financia gracias a UNICEF, ONGs como las españolas África Directo y la Fundación CODESPA, la cooperación italiana y española, los fondos enviados por la propia orden salesiana o el dinero que consiguen de la venta de muebles, prendas u otros objetos que fabrican en sus talleres.
La entrevista al Padre Mario tiene lugar en su despacho de N’Gangi. Lleva la misma ropa del día anterior: un polo rojo Lacoste desgastado y un pantalón corto color caqui. Nos interrumpen un par de veces durante la conversación. Gente que acude para que Padre Mario apruebe las cuentas del material comprado en la ciudad o un hombre con un plano que le pregunta por el mejor lugar para colocar una puerta. Parece que nunca descansa, exceptuando su siesta obligada de después de comer. El despacho es grande y en él tiene una mesa repleta de papeles, una estantería atiborrada de archivadores y una radio siempre encendida, además de un ordenador y un pequeño sofá con una mesita. Al Padre Mario, en ocasiones, le faltan las palabras en castellano, acostumbrado desde hace años a hablar en francés. Así es su visión del futuro:
“Somos siempre optimistas. La gente de aquí, en general, no pide mucho. Quiere que en las calles y en las carreteras se pueda circular, que los militares sean encerrados, que se termine con unos impuestos abusivos, que las escuelas y hospitales funcionen. No piden más. Incluso están dispuestos a continuar pagando la escuela, pero que les dejen trabajar, que haya libertad de circulación, seguridad. Creo que esto es lo mínimo que el Estado debería garantizar. Entre la población existe una gran esperanza a pesar de lo mucho que han sufrido. El deseo de hacer estudiar a los más pequeños resulta maravilloso. Alrededor de 30.000 niños han pasado por aquí y todavía me impresiona verlos llegar tras días de intensa caminata, malnutridos, cansados, y cuando piensas que sus primeras palabras serán: ‘Tengo hambre’; te dicen: ‘Quiero estudiar’. Y creo que esas palabras no son en el vacío”.