Después de una guerra, los vencedores suelen tener prisa para quitar todos los símbolos que reflejen el poder anterior. Es difícil mantener el equilibrio para saber valorar las huellas de cada momento histórico. Cuesta respetar las acciones y decisiones que se hacían desde otras esferas ideológicas. No obstante, las cosas son ahora como son porque son hijas de unos acontecimientos que queramos o no han sucedido. Es difícil imaginar cómo sería el mundo actual, por ejemplo, sin la existencia del cristianismo, en lo negativo y en lo positivo que esta religión ha aportado.
¿El mundo sería distinto sin el cristianismo? No sería fácil imaginarlo. Pero es evidente que muchas de las culturas y literaturas no habrían llegado a nosotros. La Iglesia, a pesar de sus fallos y cismas, sigue viva aportando mucho positivo a la historia. Por ello, cuando se pretende relegar la religión a la esfera privada se perjudica a la sociedad, ya que muchas instituciones sociales y civiles se empobrecen cuando la legislación, al violar la libertad religiosa, favorecen y promueven la indiferencia religiosa, justificándolo con una comprensión errónea de la tolerancia y la libertad..
Por el contrario, cuando se valoran las tradiciones religiosas con las que muchas personas se identifican, los ciudadanos en general se benefician. El respeto de toda expresión religiosa es un medio eficaz para garantizar la identidad, la seguridad y la estabilidad en el ámbito familiar, en los pueblos y naciones en el siglo XXI. Es fácil dejarse llevar por la corriente y mirar a los lados sin comprometerse. Pero, con ello no se solucionan los problemas.
Vivir la vida a tope rompe moldes y ya hay quien tomó ese camino. Jesús de Nazaret rompió muchos tabúes de su tiempo y fue condenado a muerte de cruz por el simple pecado de haber provocado, con sus utopías libertarias, a los dos grandes poderes de su época: el religioso y el político. Se enfrentó a la “institución” y se convirtió en Cristo. Entonces y ahora, la institucionalización es miedo al riesgo, al viento contrario, miedo al fracaso, a perder privilegios, miedo a aceptar a los otros, miedo a la libertad y responsabilidad.
Hoy, al menos en ciertos ambientes, resulta difícil aceptar que Jesús, el rostro que nosotros podemos ver de Dios, es un hombre cualquiera, uno de tantos, cualquier figura humana. Quizá sea fácil verle haciendo milagros o andando por encima de las aguas del mar. Pero resulta difícil imaginarlo sudando por los caminos de Palestina, participando de la alegría de una boda o apasionado en la defensa de la justicia y en la denuncia de los abusos de los poderosos y el cinismo de los sumos sacerdotes. Se mostró firme y enérgico en ocasiones, débil y tierno en otras, sintiendo angustia ante la soledad y miedo ante la muerte, pero siempre dando un paso adelante. Pisó su miedo, hizo que venciera la fuerza del amor. Se mordió los labios para no gritar ante la incomprensión y gritó de dolor cuando lo clavaron en la cruz y enseguida perdonó a los que lo clavaron.
Él rompió moldes. En nuestra época, algunos, a quiénes tal vez les gustaría ocupar el puesto de Dios, procuran disimular que se hizo presente en el hombre y en el ser humano sigue presente. Para hacer un mundo nuevo hace falta mucha fe, mucho poder creativo, ilusión y ensueño No es cuestión de medallas sino de corazón y dolor en las entrañas. A pesar de las dificultades, no tiremos la toalla; hay que morir con las botas puestas. Se necesitan Quijotes para escribir la historia.
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