Tal día como mañana nació en Bilbao, hace 100 años, Pedro Arrupe, General de la Compañía de Jesús de 1965 a 1983 y una de las personalidades más influyentes y controvertidas en el periodo posterior al Vaticano II en la Iglesia. Su biografía fue atípica para alguien que llegaba a un cargo de tanta responsabilidad: residía en Japón desde hacía 25 años, su figura era muy conocida por haber sido testigo de la bomba de Hiroshima, se había distinguido como impulsor de numerosas iniciativas, pero resultaba ajeno al estilo de la curia.
Desde el principio consideró su tarea impulsar la renovación de la Compañía en la línea del Vaticano II, a cuya última sesión asistió como padre conciliar. Al día siguiente de su elección, Arrupe ya habló de transformar la orden para recuperar la inspiración renovadora que, en su tiempo, supuso Ignacio de Loyola. Pero ello significaba revertir el estilo que había caracterizado a los jesuitas desde su restauración en 1814: la nostalgia tradicionalista, el moralismo riguroso y el servicio espiritual a las elites sociales.
Volver a las raíces ignacianas, en la mentalidad de Arrupe y de los compañeros que le habían elegido, implicaba dialogar con actitud abierta con la cultura contemporánea, abanderar el compromiso «por la justicia que nace de la fe». Abordó estas labores con entusiasmo, desenvoltura en su relación con los medios de comunicación y una capacidad enorme para las relaciones personales: encantaba por su sencillez, inteligencia y capacidad de escucha. En el fondo le movía una honda experiencia espiritual, rayana en la mística, que se transparentaba en el trato con él y que nadie hoy le discute.
La transformación rápida y profunda en que se embarcó la Compañía tuvo un efecto de contagio en otras órdenes religiosas y en la vida de la Iglesia católica en general. Y pronto aparecieron grandes resistencias dentro de la Compañía y fuera. Como es inevitable en un proceso tan audaz, probablemente necesario, se cometieron errores. En contra de Arrupe jugaba que no era un eclesiástico al uso romano, sino un misionero en el sentido más noble de la palabra; quería que el Evangelio de Jesús fuese relevante en la cultura contemporánea, sobre todo en los entornos de más injusticia y sufrimiento.
Su figura controvertida desencadenó entusiasmos encendidos y oposiciones furibundas. Se le achacaba que no imponía con fuerza las indicaciones que le llegaban del Vaticano. Para otros muchos, por el contrario, fue un verdadero profeta que impulsó la renovación de la Iglesia, que se abrió, con audacia insólita en Roma, a los signos de los tiempos, en los que discernía la acción del Espíritu. Para unos estuvo a punto de acabar con la Compañía que fundó otro vasco, Ignacio de Loyola, para otros fue el gran restaurador de su espíritu originario.
La historia situará a Arrupe en su sitio, pero hoy podemos decir que, quizá, ningún General marcó tan profundamente la vida de la orden y que fue una de las grandes personalidades de la segunda mitad del siglo XX no sólo en la Iglesia, sino de la vida social en general.